Monday, August 28, 2006

6. Andrés y el billikenismo ilustrado*

--… y porque Calamaro es un prócer del rock nacional—define el pibe, excelente músico, en un estudio de grabación, hablando con otros colegas.
-- ¿Cómo Belgrano o como Julio Argentino Roca?—se mete otro músico, más viejo, que llegaba en ese momento y ni siquiera sabía de qué se estaba hablando.
--…
-- “Rock nacional”, “prócer”, qué palabritas, ¿no? Mucho no tienen que ver con la música…
El pibe ensaya una explicación en tono de disculpa: “Sí, la verdad, yo con las palabras… a veces digo cualquier cosa”. Y el viejo aclara: “No tenés que disculparte, esas palabras son las que usamos todos para referirnos, según los gustos de cada uno, a Charly, Spinetta, Pappo, Cerati, Calamaro, Luca, Mollo, Fito, Abuelo. Pero evidentemente nunca pensamos qué hay detrás de esas palabras. Tenés razón, hablamos sin pensar”.
Sin pretender entrar en el escabroso terreno de la lingüística, se podría comparar al habla cotidiana con un sistema de teclas abreviadas para comunicarse. Una convención, un atajo de automatización que prescinde de operaciones racionales más complejas. Esto fue estudiado –por muchos lingüistas y estudiantes de comunicación, excepto el que suscribe-- y no viene al caso entrar en demasiados detalles, pero está claro que nadie elabora una teoría al momento de decir: “Señorita, quiero ir al baño”, “¿Conoce la calle Sarlanga?” o “Charly es un prócer del rock nacional”. La cuestión es, al margen del artista al que determinado gusto musical pinte de bronce, qué decimos al decir prócer y cuáles son los alcances de una palabra cuyo uso, en este caso específico, está marcado por lo metafórico.
Para el diccionario, prócer es una “persona de la primera distinción o constituida en alta dignidad, cada uno de los individuos que, por derecho propio o nombramiento del rey, formaban, bajo el régimen del Estatuto Real, el estamento a que daban nombre”. Según enseñan en la escuela argentina, prócer es aquel que la historia oficial impone sin lugar a discusiones como un tipo que trabajó para hacer grande este país. Pero uno crece y supuestamente aprende que la historia no es la de Billiken, que más allá de las estatuas y las calles había próceres que mandaban matar indios, que laburaban para tal o cual interés o –mi favorito— alguien que no tenía la menor intención de quedarse peleando en el norte pero no tenía plata para volverse.
También hay otro uso connotativo de la palabra que define lo indiscutible; así determinados grupos sociales refieren como “un prócer” a quien en determinado orden de la vida social –la música y el fútbol, por ejemplo— se puede catalogar como intocable. Serían éstos, redondeando, próceres populares no nombrados por el rey o por el poder de turno que escribe la historia. Sin embargo, no se pretende aquí calificar a los próceres sino cuestionar esa calidad de indiscutible.

Y no está de más discutir esto en un terreno como el “rock nacional”, tan proclive al “billikenismo”: porque, si hablando de fútbol todos los argentinos somos DT, el rock argentino ha sido invariablemente un lugar en el cual siempre se encuentra a alguien subido a un pedestal proclamando una verdad que tranquilamente podría expresarse desde el llano. Como si el escenario fuera, más que un lugar para expresar una postura, “el” lugar desde el que se proclama “la” verdad.
¿Cuál es la convención, el momento, las particularidades o el marco en el cual se conforma un prócer? En principio, no se trata de un ídolo que ha nacido con el único fin de ser amado. El prócer va más allá de eso: venerado o no, es respetado, y no tiene –como toda estatua-- necesidad de firmar autógrafos. Y allí donde el ídolo puede ser funcional a las prácticas de los consumidores en un mercado, el prócer parece superar esa instancia, avalado por otros ingredientes: cualidades abstractas que sólo la clase dominante (o un establishment determinado como podría ser el rockero o, más ampliamente, un hipotético establishment de la cultura argentina) permite manejar. Por eso, por el momento, no habrá estatua capaz de convertir a Rodrigo en un prócer; es más probable que se convierta en un émulo del Gauchito Gil, lo cual no es menos, pero es otra cosa.

A los deportistas el bronce les llega generalmente en el ocaso de sus carreras, cuando el mito ya pegó varias vueltas y, especialmente, una vez retirado, cuando ya no va a pifiar más. Porque en la Argentina los próceres no se equivocan, es decir, no pueden equivocarse, y los campeones deben saber retirarse a tiempo. Pero en la música es diferente, porque los parámetros no son tan cuantificables: no hay victorias y derrotas tangibles más allá de que el “margen de error” de un prócer musical suela mensurarse a partir de la omnipresente regla del éxito taquillero. En este sentido, queda en la palabra “prócer” un resguardo para poder así denominar a un pionero como Miguel Cantilo, aunque seguramente quedar´”rankeado” un par de escalones más abajo que Charly García.
Y sería interesante indagar, siguiendo con esta analogía, por qué razones Charly sería una avenida y Cantilo una callejuela de barrio. ¿Son las canciones, el éxito, la perdurabilidad, la constancia, la exposición? ¿Por qué Calamaro devino en prócer –léase indiscutible-- recién luego de seis años de ostracismo interior fuera del país? ¿Es casual que su “regreso” enchapado en bronce haya sido de la mano de Bersuit, la banda más popular del momento? ¿Hubo un crossover de público que descubrió, durante los años que pasó sin cantar, qué bueno que había sido Andrés? ¿O ese fue el tiempo necesario para digerir una obra más que prolífica? ¿O será que su ausencia despertó esa gran pasión argentina que es la necrofilia y su regreso dio pie a vivir el milagro de una resurrección? ¿Cuáles serían las diferencias entre un prócer vivo –que, casualmente o no, coqueteó con la muerte antes de alcanzar tal rango— y los declarados post mortem como Luca, Moura o Abuelo? ¿Y qué sería hoy de Nito Mestre si su destino lo hubiera sacado antes de tiempo de la vida terrenal como a Tanguito?

No convendría perder de vista que cuando cierto sector social establece distintas categorías para sus referentes está hablando de sí mismo. Así son, por ejemplo, los mecanismos de identificación en torno a la música. Y si se rastreara el origen de la denominación “prócer” para un grupo selecto de ídolos o referentes culturales históricos seguramente tal vez se podría concluir que los primeros próceres del rock ocuparon, precisamente, el lugar de héroes desde la contracultura: a nadie se le habría ocurrido llamar prócer a Spinetta o a Bochini para equipararlo con Roca. Pero por otro lado, con tanta agua corrida bajo el puente, no vendría mal detenerse en lo que podría significar esta bendita palabra en un contexto histórico diferente.
Paralelamente, el uso de categorías como esta remiten a lo que Cortázar llamaba “palabras violadas”, que “a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse… En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez (...) empezamos a sentirlas como monedas gastadas (…) y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados”.
Hoy que las ideas parecen imponerse por la autoritaria fuerza de los números y de lo mayoritario, en una sociedad que no da lugar al error y castiga la debilidad, en la que parece no haber tiempo para discutir ideas y se premia el éxito como fin sin atender a los medios, tal vez convendría revisar de qué hablamos al referirnos a “un prócer del rock nacional”. Pensar cuánto y qué de “nacional” tiene el rock argentino, hasta dónde esa denominación abre o cierra puertas a un terreno –la música— en el que las fronteras no tienen por qué coincidir con las geográficas y hasta qué punto los “próceres” del rock no son, análogamente, impuestos por una intelectualidad como la que bautizó a casi todas nuestras calles más de cien años atrás. Una intelectualidad distinta, claro, de aquella burguesía oligarca, pero que tampoco manifiesta decididamente ideas que vayan contra los dictados del mercado.
En rigor, no es lo mismo ejercer la práctica de pasar horas en bares discutiendo sobre la jerarquía de un artista –por más al pedo que se hable-- que nombrar “sin saber por qué” a un prócer. Demasiadas cosas se están barajando como indiscutibles en muchos lugares del mundo y tal vez sea el momento de empezar a cuestionar, por lo menos, aquello que nosotros mismos decimos sin pensar.

* Publicado en el periódico el eslabón en mayo de 2006

Friday, August 25, 2006

5. La vuelta de Callejeros: un concierto de culos sucios*

“Voy a agotar todas las medidas legales para que Callejeros no se presente en Tucumán, pero si no alcanzan estoy dispuesto a cualquier cosa porque creo que, tal como Chabán, procesado y preso, y como Ibarra, destituido por juicio político, el grupo Callejeros es culpable de lo que pasó”, amenazó Luis Fernández, padre de una víctima de Cromañón y vocero de un grupo de familiares empeñados en que la banda no vuelva a tocar. Fernández, un ejemplo de una nueva tipología de argentino: el que tras la atroz pérdida de un ser querido obtiene una suerte de derecho que lo avalaría no sólo a juzgar sino también a ejecutar “cualquier cosa” en función de sus creencias. Descendiente de Blumberg antes que de las Madres de Plaza de Mayo, suele ser el terror de gobernantes, jueces y todo funcionario que tenga el culo sucio y miedo a todo lo que pueda decirse de él en una marcha trasmitida por TV.
Es obvio que manifestaciones como esta en la Argentina tienen un origen claro y definido que excede la ideología o personalidad del iluminado de turno: la retracción del Estado, y el consiguiente desamparado al que dejó librado a los individuos de una sociedad atomizada, así como una Justicia muy lenta para resolver demandas sociales como demasiado rápida para aumentar sus sueldos. Pero, obviedades al margen, estas fallas no deberían ser resueltas por otro sistema basado en la bronca y el dolor, por legítimos y profundos que fueran: venganza y justicia no deben confundirse. Y en el caso específico de la tragedia de Cromañón no habría que olvidar que entre los familiares de las víctimas hay músicos de la banda, a quienes sin embargo Fernández considera, “autoavalado” por las decisiones más políticas que judiciales que procesaron a Chabán y destituyeron a Ibarra, tan culpables como éstos.
Pero los belicosos familiares también tienen abogados para darle un marco jurídico a sus pedidos de cabezas. Y mientras los padres hacen presión sobre las autoridades para que no autoricen el show, los abogados pidieron directamente la prisión para los músicos, a quienes consideran “peligrosos”. “La actitud de Callejeros de total desprecio por la vida, aun por la de sus familiares fallecidos por la misma causa, intentando a pocos meses de la tragedia volver a los escenarios podría suponer un enfrentamiento con víctimas o con familiares que podemos estimar dónde comenzarían pero no en qué concluirían”, dijeron los abogados en un escrito en el que pidieron la inhabilitación de Callejeros “para que no puedan realizar una tarea igual o similar a la que ocasionara la muerte de 194 personas y evitar de esta manera otra catástrofe”. Qué visionarios estos abogados: no sólo omiten la presunción de inocencia que el derecho depara a Callejeros (y a cualquier inocente hasta que se demuestre lo contrario); además están convencidos de que sus recitales terminarán irremediablemente en tragedia.
Nuevamente, las “grandes ideas argentinas” se explican a través del miedo.

El regreso de Callejeros a los escenarios (nota: esto fue escrito con antelación a las furtivas apariciones posteriores con las que Callejeros volvió a los escenarios después de editar un disco que se vendía más caro que calzoncillos de Lennon en el Bed In) sigue ofreciendo datos para entender no sólo ese caso puntual, que excede al universo del rock. Porque la reacción de la sociedad ante Cromañón se parece tanto a la esbozada en otras oportunidades en las que los cambios vociferados terminaron siendo funcionales al statu quo preexistente. Luego del bochornoso “que se vayan todos” con el que buena parte de la sociedad expresó hasta dónde estaría dispuesta a llegar para que las cosas cambiaran (hasta el Chacho Alvarez volvió, sólo falta De la Rúa, y no olvidemos que el último candidato más votado en una elección presidencial fue… sí, ese mismo) ahora la idea renovadora de un grupo de padres afectados por una tragedia parece resumirse en la aniquilación de aquellos a quienes consideran responsables. Lo ambiguo es que, sin pretender hacer justicia por mano propia, exigen que la justicia de los estrados se amolde a sus manos.

Vamos de trampa

Y si de ambigüedades se habla, tampoco Callejeros se despacha con mensajes claros: plantean regresar a lo grande, con un show masivo y un gran negocio, pero al mismo tiempo escondiéndose a 1.300 kilómetros de las ruinas de Cromañón con lo cual le da cierta legitimidad a las susceptibilidades que no quiere herir.
Carente de nuevas ideas o formas de resolver problemas, cada parte sigue con su lógica. Los padres quieren imponer la lógica del dolor que justificó la destitución de Ibarra, la cárcel de Chabán y de la misma manera la desaparición de Callejeros. Y también es evidente que la banda ya no entiende otra forma de estar viva que la de alimentar el monstruoso negocio en el que, sin haberlo previsto, se convirtieron.

Huir al interior del país revela el dilema de Callejeros: saben que las cosas todavía no están para armar un show en Buenos Aires, a pesar de que casi todo su público está allí. ¿Solución? Después de todo son porteños y creen que nada pasa fuera de los límites de la General Paz, entonces se van de trampa a “un pueblito del interior donde no se entera nadie”. Sin embargo, el negocio a montar deberá tener, sin duda, repercusión nacional: todo el mundo deberá saber que Callejeros está vivo como negocio, porque hace rato que la banda dejó de ser otra cosa. ¿Acaso la única forma de demostrarse a ellos mismos si la llama del rock sigue viva es presentarse ante 15 mil personas? Es evidente que a esta altura, incluso para sus integrantes, la supervivencia de Callejeros como banda de rock es la supervivencia de Callejeros como negocio.
Se impone entonces un conflicto de intereses particulares que pretenden manejar a su gusto el ámbito público en el que se desarrollan. Un grupo de padres de las víctimas reclaman justicia siempre y cuando ésta se inscriba dentro de sus intereses y deseos elípticamente vengativos; los músicos reclaman su derecho a expresarse y trabajar, pero sin resignar ningún peldaño de los que había subido en el negocio del rock argentino. Pero esta puja sigue alcanzando a otros sectores de una sociedad que, a un año de la tragedia, también quiere que se imponga uno de sus intereses predilectos: mirar para otro lado.
El interés de Callejeros está dominado por el negocio. Un negocio que no parece haber cambiado mucho del que concluyó irresponsablemente con 192 muertos, del que subsistió aun con Chabán en la cárcel porque no era el único productor de rock; del que persistió con Callejeros en silencio porque no era la única banda taquillera. Un negocio que se alimenta, como todos, de una demanda, de un público ávido de comprar. Es un negocio aquello que vende mercancía a cambio de satisfacer una necesidad, sea esta la de ver un espectáculo, hacer pogo, vociferar letras, encontrar un espacio para colgar banderas o emocionarse, incluso prender bengalas. Más allá de todas las connotaciones sociales y culturales que lo atraviese, hay un negocio –y sería hipócrita negarlo-- detrás de toda manifestación popular que congregue a individuos como consumidores antes que como ciudadanos, aunque se trate de un banderazo en el Obelisco reclamando la autorización para hacer un show.
Y los negocios, en el capitalismo argentino, pueden terminar en tragedia, sea Cromañón, la disco Kheyvys o un bondi lleno de escolares rumbo a Bariloche. Negocios que mezclan lógicas explotadoras con necesidades de supervivencia, costureros bolivianos indocumentados con bandas de rock que recién comienzan, capitales simbólicos con poderes adquisitivos; vida y muerte con cortinas melosas o trágicas que los musicalizadores de TV eligen en función del rating.
Esa pátina de negocio es lo que enfurece a los detractores del show que, abogados mediante, dijeron en un astuto escrito judicial que los músicos de Callejeros pueden trabajar de cualquier otra cosa. Mientras tanto, parecen haberle tomado el gustito al lobby con el cual subliman su angustia mientras logran la adhesión de cada funcionario que prohíba la realización del show. Y la misma lógica del negocio fundamenta la respuesta de las autoridades, igual que cuando va una papelera a pedir permiso para instalarse. Calculadora en mano, se responde a la siguiente pregunta: ¿qué hay para ganar (léase votos, puestos de trabajo, coimas) y qué hay para perder? En este caso, el efecto Ibarra tumba la cuenta hacia el lado del no.

Prevenir es prohibir

Efecto Ibarra: hijos del rigor como buenos argentinos, los gobernantes con culo sucio –por miedo, ineficacia o corrupción, casi todos— anuncian una batería de medidas para prevenir tragedias en espectáculos públicos cuando lo que en verdad quieren evitar “un mal mayor”: quemarse políticamente al punto de ser destituidos en potencia. Este cuento es conocido, desde el forro hasta el estado de sitio: en la Argentina cuando se dice prevención se ejerce la prohibición, se tira la pelota a la tribuna, se barre todo debajo de la alfombra. Se desensilla hasta que aclare, pero así no aclara nunca.
Es triste que el rock no tenga otra respuesta que ofrecer, pero se entiende desde la lógica del negocio que hoy por hoy rige lo artístico. Así se comió Leon Gieco la censura del tema con el que quiso bancar a Callejeros y aceptó que el disco se siguiera vendiendo sin esa canción. Y así se come el rock este ataque contra la libertad de expresión, que va más allá de Callejeros, cuando se prohíbe un recital considerado peligroso sobre la base de prejuicios. ¿Acaso el rock también tiene el culo sucio?
La vuelta de Callejeros será una anécdota mientras persistan las condiciones que originaron tanto su gloria como su tragedia. Y si, como siempre, los cambios apuntan a que todo siga igual, esa soberbia hipocresía puede ser más peligrosa que un techo inflamable.


*Publicado en el periódico el eslabon en abril de 2006

Friday, August 11, 2006

4. Algo sobre Live 8*

Live 8 fue un reciclaje del original Live Aid organizado por el rockero irlandés Bob Geldof en Wembley en 1985, para juntar guita para el hambreado pueblo etíope. Los más de 100 millones de dólares recaudados no solucionaron ese problema, aunque algunos se habrán comido un par de pizzas. Geldof, ahora empresario y roquero, se dio cuenta de que eso no alcanzaba y veinte años después decidió, ya sobre otro escenario mundial, impulsar otra movida: esta vez para motorizar “justicia en lugar de caridad”, lo que supuestamente debería aportar soluciones definitivas, y tomando como blanco del reclamo a los presidentes de los países G8 (los ocho más “garcas” del mundo) para que perdonen las impagables deudas externas a los pobres y destinen al Africa una ayuda económica que, según Geldof y compañía, sirve a los destinatarios para que vivan mejor.
Pero L8 suscitó muchísimas críticas de quienes se esperaba adhesión. Se lo tildó de un negocio publicitario de las multinacionales que esponsorearon los conciertos y de los propios artistas que, pese a haber actuado gratis, al día siguiente veían crecer sus regalías por ventas. Esas críticas, casi todas bien fundadas y profundas, son fáciles de encontrar en la web, donde también se publicó el detalle de la guita que L8 destinará a programas para mejorar la calidad de vida de miles de africanos.
Antes de considerar si L8 sirve o no, o a quiénes sirve, aquí se esbozará un pequeño análisis del fenómeno comunicativo y del mensaje de L8: un campo lleno de claves sobre cómo y por qué el mundo está como está. Y por qué parece que seguirá igual por muchos años.
Con la consigna de “convertir a la pobreza en historia” –supuestamente, “acabar con la pobreza”-- L8 combinó dos herramientas que bastante sirvieron al imperialismo: el rock y la tecnología comunicacional (TV, internet, telefonía) para multiplicar un mensaje que pretende convertir al mundo en un lugar más justo. En el “largo camino hacia la justicia” proclamado por L8 es lógico empezar por erradicar el hambre y la miseria. Para eso, L8 echó mano a esa propaladora de ideas llamada rock/pop capaz de convertir a un tipo con una guitarrita en un formador de opinión en cualquier parte del planeta.
Punta de lanza de la industria musical, el rock/pop ha cambiado en algún sentido (tantas veces bueno) la vida de muchos terrícolas desde hace medio siglo mientras, como ya se dijo varias veces, no dejaba de ser una herramienta más del imperialismo al que tantas veces criticó. Causas o consecuencias al margen, negar esta paradoja es no querer o no poder comprender la lógica de la civilización occidental-cristiana dominante, en la que para curar el cáncer se matan células enfermas y sanas por igual. Y en la cual una iniciativa de buena leche como L8 termina siendo un dechado de contradicciones de las que no escapan adherentes ni detractores.
Antes que dudar de las buenas intenciones de Geldof, Bono y sus movidas pro condonaciones de deudas, conviene analizar sus propuestas. Británicos y pobres como Robin Hood, ambos muchachos criados en una Irlanda tan cerca como afuera del primer mundo fueron mejorando sus condiciones de vida y con el tiempo optimizaron medios para canalizar en el primer mundo la rebeldía que conservaban del tercero. Presidentes, popes de multinacionales (entre ellos el Papa), todos destinaron minutos para salir en la foto con Bono mientras éste se expresaba contra lo injusto del mundo. Pero como todo “self-made man”, Bono –y tantos-- no puede escapar de una realidad: es lo que es gracias al capitalismo, un sistema que permite al otrora juglar que en el medioevo trabajaba por monedas hoy poder comprarse su propio castillo.
Es lógico entonces que un rockstar no tenga ideas por fuera del capitalismo para mejorar el mundo. Y como un moderno Robin Hood, no les sale otra cosa que demandar una mejor distribución del dinero y “reglas de mercado más justas”.
Así explican someramente en el sitio web de L8, en el tono políticamente correcto de la socialdemocracia europea, cómo repercute la inequidad distributiva en el planeta y cómo el orden económico globalizado genera pobreza para generar riqueza. Así los fans deberían darse cuenta de que algo anda mal en el mundo mientras en otra pantalla se bajan un ringtone de Madonna (que también es progre…)

La idea base del L8 sería: los que tenemos la panza llena debemos presionar a ocho presidentes para que permitan a los pobres comer, educarse, tomar agua limpia, vivir más de dos años y finalmente insertarse –es decir, “competir en igualdad de condiciones”—en el mercado global. Cambiar el mundo es posible, sólo se requieren 3.000 millones de fans (perdón, ciudadanos) legitimando un justo reclamo ante Bush y Blair mientras los plomos cambian el set entre Elton John y Sting.
Una iniciativa tan loable como ingenua, si se considera que un artista no opera desde la maldad. Pero no es lo mismo vender música que revolución (tal vez sí lo sea para Madonna, qué inmortalizó su “Are you ready for the fucking revolution?” como uno de los más ingenuos sofismas de L8).
Pero hay cosas más interesantes que los juicios de valor.
Toda esta movida parece anclarse en una concepción arcaica de la comunicación que sugiere que los medios masivos operan sobre las sociedades como si éstas fueran una bolsa de carbón que sólo necesita fuego para prender. Esa idea, que demoniza o endiosa a los medios según quien la sostenga, parece revigorizarse mientras la sociedad retrocede en su acelerada carrera hacia el futuro. Como si la pobreza se pudiera revertir porque millones de personas escuchan a Sting cantando “Every Breath You Take” con la letra cambiada “para Tony y Bush que lo miran por TV”. Esta lógica, vertiginosa y facilista, confunde la asistencia con la toma de conciencia. Y a ésta con una acción para cambiar el mundo.
Por un momento pareció que el rock lograría cambiar el mundo. Desde el Hyde Park de Londres, Dolores Barreiro les daba al público del 13 la “primicia”: en Africa hay millones de famélicos. Pero todo volvió a la normalidad con Robbie Williams: la modelo mostró la hilacha de su conciencia social mientras el sobreimpreso de Cachamai se repetía hasta el hartazgo. Antes de ir a un corte, Dolores tiró otro dato: “En este show hay tres consolas que salen 600.000 dólares, algo que cualquiera puede tener en su living”. Jajá. Lapsus al margen, las cámaras mostraban cada vez más fans emocionados por un Robbie que cantaba indiferente al decorado de fotos de negritos pobres.
Al día siguiente, mientras llegaban millones de euros al Africa a través de programas de desarrollo motorizados por ONG, millones de personas discutían en todo el mundo si Gilmour y Waters se habían abrazado de onda. Y el portal de L8 cuantificaba la ayuda conseguida y proclamaba sus conclusiones: “El sábado L8 pidió 25.000 millones de dólares anuales para combatir la pobreza estructural de Africa y hoy Africa tiene ese dinero. La vida de esos pobres no sólo estará regida por la caridad sino también, dentro de un tiempo, por la justicia. L8 fue maravillosa y devastadoramente efectivo, el mayor acto de reclamo masivo en la historia de la política. Implica que 10 millones de personas están vivas porque ustedes bailaron por la vida. Significa 20 millones de chicos en la escuela porque nosotros tocamos la guitarra. Cinco millones de huérfanos recibirán atención porque cantamos por la felicidad. Los invitamos a un largo camino y ustedes lo recorrieron. Ustedes son la más grande armada de paz, 3.000 millones que caminaron por aquellos que apenas se pueden arrastrar. Ustedes ganaron, millones viven gracias a ustedes”.
En fin, cada uno cree en lo que quiere. L8 puede mejorar las condiciones de vida de mucha gente, pero como herramienta de cambio sólo dejará que las cosas sigan siendo igual: para que, contra lo que piensan nuestros ídolos, muchos se mueran de hambre para que unos pocos bailen mientras los miran por TV.

*Publicado en el periódico el eslabon en septiembre de 2005


Nota de agosto 2006: El paso de ciudadanos a consumidores que los individuos experimentan a esta altura de la cultura occidental capitalista, globalizada (no quiere decir establecida pero sí instaurada) en todo el planeta parece estar afectando la conformación de nuevos líderes sociales que más que desde la política emergen desde el espectáculo, un terreno que se está comiendo al de la política. Ahí están Bono y sus muchachos, recitando su propio mito de que una canción puede despertar conciencias cuando no hace otra cosa que vender canciones. Vender, comprar, convencer, variables que hablan más de las relaciones comerciales que de las humanas, entroncadas en un discurso cuyo objetivo, al menos el que figura en el prospecto, es generar movimientos sobre los cuales operar cambios en la sociedad.
Nada tan parecido a una campaña publicitaria que, créase o no, son motores de cambios sociales microscópicos que pueden generar una tendencia hacia determinado cambios social. Ejemplo: es el consumo el principal motor que mueve a la tecnología como chasis de los cambios que observan las relaciones humanas en sus niveles tele perceptivos. Hay que pagar para poder acceder a estos cambios sociales que permiten chatear con un amigo que está tanto en Uganda como en la silla de al lado en el cíber. Y, como sucede en este bendito mundo, si hay que pagar no es para todos.
Es generoso, sin embargo, querer modificar con buena leche las condiciones del mundo en el que se vive y confiar en aportar a favor de una mejor distribución de lo que se genera en el mundo. Desgraciadamente no todos los hombres que llegan a una buena posición económica tienen los principios de generosidad y justicia de los empresarios rockeros como Bono y Geldof.
Pero tampoco puede negarse que están pecando de soberbios cuando se ponen en querer venderle al mundo que ellos son motores de cambio porque tienen otro laburito en el que se suben a un escenario y millones de personas le dan bola. Como si el ego se los comiera y no se dieran cuenta de que su lugar es en realidad la multiplicación de muchos efectos de identificaciones que se amparan en un sistema de relaciones culturales. Esas relaciones que a ellos se los come como un delicioso bombón.
¿Cuáles serán los alcances de estos vendedores de baratijas que pretenden movilizar a la sociedad con canciones se venden por televisión a personas que están por debajo del nivel del emisor? Es cierto que a lo largo de la historia nunca los héroes fueron iguales a sus seguidores.
Pero quién sabe si en realidad lo que menos necesitamos son héroes sino otra cosa: algo que nos enseñe a ser mejores personas. Espero que no ocurra un cataclismo para que se aprenda eso…

3. Un Leon rendido a sus plantas*

En un país que quiere a sus héroes como muñecos o talismanes vivientes que respondan a sus necesidades, a Leon Gieco le tocó ser un héroe. Un pibe que casi llega a grabar un disco con versiones de los Bee Gees en español, destino que evitó Santaolalla. Rescatado por Mercedes Sosa a caballo de un himno pacifista en el cual él no creía hasta que casualmente la oyó Charly García y la rescató del cajón al cual la tenía condenada su autor. Algo especial debió tener Leon para convertirse en uno de los músicos más influyentes del país catalizando el rock y el folclore. Al margen de un par de himnos forjó a partir de una poderosa mezcla de intuición, convicción y honestidad: la base de su talento. Y un par de minutos afortunados que pudo capitalizar.
¿Pero qué pasa cuándo la realidad cambia? En la Argentina los ídolos no pueden cambiar. Aun abajo del escenario, tienen vedado bajarse del pedestal, so pena de buscarles fisuras para atacarlos –desmitificarlos-- “como personas”, como si hubiera diferencias entre un artista y la persona que le da vida: una relación histérica expresada tantas veces pretendiendo escindir al Borges facho o al Maradona merquero de los bustos de bronce a los que la devoción popular los “condena”.
Leon parece experimentar en su cuerpo esa relación con el pueblo y –ataques de estrés mediante—hoy suele salir a la calle camuflado con bufanda o barbijo para que no lo reconozcan. Menuda contradicción para un cantante popular, la de mantener su “compromiso con la realidad” barbijo mediante. Ahora bien, ¿será posible comprender a un ídolo antes de bajarlo por el sólo hecho de ser, además, un hombre?
Tan lapidaria como absorbente, la sociedad argentina no perdona a los buenos. Tal vez cansado de trabajar de Gieco, puede que Leon quiera ser un rato Raúl y correr por Palermo sin detenerse cada dos personas a ratificar su diploma de buen tipo. Pero parece estar temeroso de alterar su personaje y, presionado por seguir aportando lo que se le requiere vuelve a la carga con ¿nuevas? “canciones sociales” en su disco “Por favor, perdón y gracias”; nuevos héroes (Romina Tejerina, Pocho Lepratti) para los tributos de siempre.
Leon parece desandar el camino hacia una vida propia donde sus decisiones no sean las que todos esperan, mientras intenta no tracionar ese “compromiso con la realidad” que cimentó su personaje. Desde su clastrofobia social, busca en los diarios héroes a través de los cuales seguir alimentando el mito que no se atreve a abandonar. Tal vez haya algo de barbijos en las nuevas canciones sociales de Leon, atravesadas por un tufillo a fórmula que deja contentos Hebe de Bonafini y a la EMI. Pero no por eso dejan de ser honestas. Nada mejor que las canciones para descifrar el “sincericidio” que Leon dice hacer al cantar.
Todo juglar, papel que el destino impuso a Gieco y él trabajó hasta el nivel del mito, necesita de héroes. El héroe al que cantarle --¿tributo o alter ego del juglar?—es una constante en las letras de Gieco como anclaje de su mensaje de universalidad. Valentía, injusticia y miseria tienen nombres propios en su relato, donde los héroes son un vehículo expresivo que últimamente suena forzado: hay una brecha entre la inspiración que extrajo un himno de “un pobre agujero” y la cuasiobligada dedicación –como un chico que no quiere llevarse materias-- a Pocho Lepratti. Y justo donde había algo nuevo que decir, más por inesperado que por novedoso, la sociedad –encarnada en un grupo de gente dolida-- dijo “no”. En nombre de la paz y el respeto, el juglar se calló: sacó el tema “Un minuto”, grabado con Pato de “Callejeros”. Tal vez entendió que no fue muy inspirado su intento de hablar de Cromañón, pero al mismo tiempo el tema que sacó del disco parece hablar mucho de él mismo: un tipo que en un minuto se convirtió en héroe y que teme dejar de serlo en otro minuto. Y así como Leon no estaba preparado para despojarse de su personaje y disfrazarse un minuto de Pato Fontanet, la sociedad tampoco quiso escuchar su confesión.
A medio camino entre el personaje y la persona Leon pide “por favor perdón” y agradece. Así propone nuevas formas de cambio más cerca de lo interpersonal que de lo social. Una utopía basada en tratarnos mejor, ni menos elevada ni menos importante que una revolución que va perdiendo quórum. Así podría sacarse el barbijo: “Encantado, soy Leon, no estoy trabajando. Por favor, quiero correr por el parque, ahora no puedo hablar con usted, perdóneme. A la salida de algún show le firmaré un autógrafo, gracias”.
El dilema de Leon, animarse a ese “sincericidio”. ¿Podrá pedirle al pueblo que le devuelva la canción que le mostró? ¿Estará el pueblo dispuesto a perdonar a Leon (a Palito, cantorcito de contramano, el pueblo lo perdonó con creces), a escuchar lo que ahora él quiere ahora decir?
¿Qué pasa si todos asumimos que tal vez “el país de la libertad” que queremos no es más que un bello y soleado prado sin injusticias y unido por la telefonía, donde el cielo nos abarbija? ¿O acaso son mejores las “canciones sociales” mediatizadas y con los sentidos alterados que pretenden encabezar la ilusión de que no todo está perdido pero no hacen más que masturbar la conciencia de quien las canta y quien las escucha?
Si la sociedad argentina tuviera la madurez de asumir sus propias contradicciones tal vez sería capaz de escuchar a la persona que pide la palabra detrás del disfraz de Leon: un tipo que puede perder todo en un minuto y tiene miedo por eso, con quien nadie querría identificarse porque en vez de mostrarnos lo que queremos ser nos mostraría lo que somos. ¿Se arriesgaría Leon a cantar eso sin esconderse? ¿Estarían todos dispuestos a perdonarlo?


Nota: mucha data para esta reflexión apareció de la lectura de la excelente nota que Fernando Dadario le hizo a Leon en la Rolling Stone en 2005, me parece.


* Publicado en el periódico el eslabon en octubre de 2005

Thursday, August 03, 2006

2. José, el cardenal aspirante…y Marley en el balcón*

Todo en Operación Triunfo es familiar. Un microcosmos sin afuera donde nada sucede excepto ahí. Rosario, por ejemplo, no es más que el paneo de una supuesta multitud de acólitos en un lugar enunciado como “el anfiteatro”, donde “Rosario apoya a Evelyn”. El pequeño pueblo de Navarro es, en cámara, es igual a Córdoba o Tucumán: un enjambre de cabezas y pancartas a la que un movilero alude como “todo el mundo”. Es claro: no hay mundo fuera de OT .
Al igual que en su versión vouyeur y arribista, la casa de Gran Hermano, en OT todo gira en torno al ilusorio universo de la pomposamente llamada academia. Tan poderosa ella que allí van músicos profesionales a visitar y aconsejar a los alumnos. Academia tan omnipotente que puede hacer que un oculista mágico –sí, hasta el chivo publicitario se vende como genial-- opere a una alumna y deje de usar lentes. Y su propia revista que, como los CD, simula un puente con el público cuando no es más que una puerta de acceso a una comunidad a la que sólo se puede pertenecer. No hay nada ajeno a ella, se sobreentiende que “vos” --nombre con el cual se apela al televidente-- sos un fan porque de lo contrario no sos nada. Ni revista ni CD se ofrecen; simplemente se anuncia su aparición porque “vos lo estabas esperando”.
Más allá de conocidas analogías y compatibilidades entre organizaciones sectarias (religiones, vendedores de Anway) y el capitalismo, es interesante el mecanismo de identificación/exclusión que chorrea de la pantalla de OT. Mecanismo más viejo que Menem, que tanto lo aprovechó. Ojo: la TV no es monstruo culpable de todo pero sí es un medio que, cuando hace coincidir los límites de lo masivo y de lo privado en nombre de su ilusión catódica, es propensa a entronizar el engaño. El rating así lo demuestra.
Igual que en GH, nada hay fuera del control de OT: ni aspirantes ni ganadores tienen vida artística más allá de los anuncios de Marley. El animador les cuenta en público –en familia—que el domingo se van de gira o que van a grabar un disco. La ecuación remite al derecho divino que unge a los monarcas: allí fueron inventados como artistas y es natural que sólo allí se desarrollen. Por eso todos son presentados con sus nombres y sólo en caso de ganar –es decir, “convertirse en un artista consagrado”-- se hacen merecedores de su propio apellido, que pareciera quedar en caución mientras son aspirantes. Una mecánica coherente con la lógica familiar de la academia, que cierra en sí misma como un perro que se muerde la cola. ¿Dónde, sino en OT, se puede triunfar, si no hay otro lugar? Por eso Emanuel Arias(su apellido indica que es un ganador de la primera edición) presenta su nuevo disco en una gala del programa. Y después, en el Hard Rock Café, hay un show con aspirantes y artistas consagrados... en el mismo programa del año anterior. Y claro que es un éxito, porque OT es una familia exitosa, que te emociona y le da a un chico o chica como vos la posibilidad de esforzarse y llegar al lugar donde vos querés estar.
La identificación, proceso clave para pensar los productos masivos, se acerca en OT a la exclusión antes que a la propuesta. Nada, salvo la sagrada familia de los aspirantes, existe afuera si no lo muestra la cámara. Por eso se entiende que no vas a querer quedarte afuera, no importa qué es lo que se ofrece, eso no se discute. Incluso el proceso de selección, del que participa el público, se basa en quién abandona el mundo/academia. Y a no engañarse con posteriores apariciones de los parias que van perdiendo: no es otra cosa que reafirmar que nada existe fuera de OT; ni siquiera los ex. Paternalismo, sectarismo, exclusión, culto, elegidos, expulsados, dogmas, todas grajeas de un mensaje que me remite al día que José Ratzinger salió como nuevo Papa desde el balcón ante una fiel multitud que lo vivaba como si les diera igual que fuera Bergoglio, Arinze, Storni, Mafalda o José de Operación Triunfo quien saliera a saludarlos. Sí, la analogía es exagerada, pero en un punto el Vaticano y OT --y tantos más--, como actores de distintas escenas del juego del poder, parecen apelar al mismo modelo de ilusión: no hay afuera porque Dios está acá o porque tus ídolos están acá. Afuera sólo están los fracasados que se equivocaron o a los pecadores que no se salvarán.
Exageraciones al margen, es el mismo viejo modelo que sabe reciclarse para seguir alimentando el eterno statu-quo en el cual unos pocos se divierten mientras muchos los aplauden y se cagan de hambre. Una masa de anónimos que aunque sólo permite comprar o arrodillarse es el mejor lugar donde uno puede estar, al que uno puede pertenecer. Y exacerbar el sentimiento de masificación –de pertenencia a una masa-- ¿no es una forma de afianzar un mecanismo de dominación?

*Publicado en el periódico el eslabon en junio de 2005


Nota de julio de 2006: El tema Operación Triunfo da para seguir hablando, sobre todo ahora que parece haberse retraído como todos los reality shows que lo precedieron, cuyos agotamientos al segundo o tercer ciclo parece tan forzado como sus apariciones. Sin embargo, no es casual que la misma fórmula es la que se aplica: fenómenos explosivos, luego globalizados a través de la exportación/importación de licencias y reemplazo por más de lo mismo.
Hasta el próximo reality o como le quieran poner a la próxima tanda…