Tuesday, October 23, 2007

18. ¿Quién baila por la plata?

“No lo hacemos por dinero”. La disculpa de las estrellas de rock que integran grupos que en algún momento anuncian su reunión siempre suena a culo sucio. ¿Será que todavía hay cabida para mitos en el rock, acerca de que los músicos deben ser como sacerdotes o predicadores totalmente ajenos al vil metal? Parece que sí, aunque es cada vez más notorio cómo desaparece el lirismo en el universo del rock, a medida que éste se va dejando cooptar por la racionalidad del mercado con el que tanto se retroalimentó en su desarrollo.
Este temita retrotrae a Tomás a un intríngulis planteado anteriormente en alguna de sus irreflexiones del corriente período (e)lectivo (jua): ¿hay en el rock actual alguna suerte de escisión entre arte y espectáculo? Blandita forma de plantear el acertijo, pero hoy Tomás atraviesa una jornada pletórica de inseguridades.
Pareciera que, como decía Francis Fujuyama a fines el siglo pasado, la historia terminó con la victoria del capitalismo, al menos en el mainstream del rock. Como el mismo Tomás decía, un par de meses atrás, “en lo que va de este siglo (¿citar a un alter-ego es autocitarse?) parece instituido que el artista supuestamente necesita, para existir como tal, un correlato comercial que lo sustente. El desarrollo de un artista se mide en estrictamente términos mercantiles, e incluso los productores artísticos no son más que soldados de empresas que ponen plata e ideas sólo para vender más”.
A veces parece que sí, que si no vendés no existís. Pero lo bueno de esta afirmación es que la dinámica del rock siempre termina poniendo sobre el escenario algo que hace pasar por los huevos las afirmaciones de este alter-ego.

Color favorito. Pasaron dos horas de show y una mil personas todavía asisten al éxtasis incrédulo de estar viendo a Living Colour en Willie Dixon, en Rosario. Como toda banda surgida 20 años atrás, la actuación estuvo precedida de un par de declaraciones del tipo “no lo hacemos por dinero”, como si tuvieran que presentar balances impositivos entre tema y tema.
Si alguien tenía alguna de esas inevitables dudas que la propia historia del rock se ha encargado de alimentar cuando una banda trasciende su momento-espacio de gloria, toda esa merda disipa en el escenario: cuatro negros neoyorquinos brindan generosamente virtuosismo y energía en iguales proporciones, se divierten como chicos en el recreo y es imposible no seguirles la corriente. Son artistas felices de hacer lo que hacen y, sobre todo, les gusta compartir esa felicidad. Tocan como seres iluminados, transpiran como laburantes y se comunican como amigos, sin actos de demagogia, sin veleidades de estrella.
“No estaríamos tocando si no tuviéramos nada nuevo para decir”, había dicho Vernon Reid, y eso es lo que se vive a ambos lados del escenario. Cada tema parece reafirmar ese mote de leyenda que los sostiene y al mismo tiempo, ellos son los primeros que se cagan en eso. No hay revival posible porque se vive un momento único, aquí y ahora. Rock en su estado más puro.
¿Y el dinero? No es más que algo necesario para que la patrona no rompa las bolas cuando uno vuelve de una gira por el recontraorto del mundo. Es que las esposas no siempre entienden que pasarla bien es tan importante para la pareja como trabajar. Pero no hay guita ni mastercard que pueda pagar la felicidad que viven (y hacen vivir) en el escenario.

De regreso. Lo que hoy se muestra como avalancha o moda, los regresos y reuniones de las grandes bandas de rock, hubo a montones en la historia de esta cultura. Con distintos perfiles, con giras más o menos extensas, casi todos los músicos que supieron alimentar la maquinaria volvieron de todas las formas posibles. Algunos sin haberse ido, otros por inercia, o por diversión, todos se ajustan a sus necesidades artísticas y económicas. Últimamente, todos reaparecen, de alguna manera, de la mano una demanda latente basada en la nostalgia. Y ahí es donde tercia el inevitable mercado, ese que tiene su razón de ser en los números antes que en la música.
Ante la demanda del mercado, los músicos deben refrendar su pasado. Es el pasado lo que se les pide a esos artistas, y en función de eso se juzga su actualidad. Que sean capaces de volver a generar la magia de aquellos años, como si fueran museos ambulantes. Como si el dinero que se invierte en esos retornos debiera tener el efecto de una máquina del tiempo, porque se paga para satisfacer la nostalgia.
No interesa si Fulano tiene algo nuevo por decir y muchas veces nadie quiere escuchar aquello nuevo que pueda tener para decir. Con las expectativas así planteadas, la cuenta tiene –a grandes rasgos-- dos resultados posibles: Fulano “vino a robar” o “no perdió su vigencia”. Generalmente, en el mejor de los casos, no tiene otra que empardarse con su pasado, que es la referencia que le da valor.
¿Para qué vuelven entonces, las grandes bandas? ¿Para quién vuelven? Al enfocar estas reuniones en motivaciones artísticas tan lábiles, suele simplificarse estas respuestas en torno al vil metal. A eso ayudan tendencias de mercado que tienden a meter a todos en esa misma bolsa de “ofertas de estación” y así el lenguaje se desplaza hacia la pregunta del millón (o de los millones). Pero si bien en términos económicos, dos más dos suele ser cuatro (según para quien), ¿es posible hablar en esos términos cuando se trata de arte?

Feria retro. Hoy por hoy, los regresos de bandas que hicieron historia (de las cuales este año hay dos que se imponen en la Argentina: Soda Stereo y The Police) se dan en un contexto especial. En el panorama se mezclan bandas nuevas que fueron catalogadas como retro rock --con los neoyorkinos The Strokes como mascarón de proa- con rescates ochentosos como UB40 y otros tantos, muchos de los cuales siguieron laburando en ligas menores. También, y no sólo en la Argentina, se devora con una fruición a veces desconcertante los denominados “tributos” e, incluso, autotributos como Creedence Clearwater Revisited.
Sería necio atribuir la aparición de esta oferta a una crisis de originalidad en la cultura rock, algo que da para otro análisis que tiene más que ver con la crisis de sobreproducción que atraviesa el capitalismo y, por ende, también la industria de la música. Más vale ir a lo seguro y mencionar, sin que sea una claúsula excluyente de otras causas, la lógica decantación de un nuevo mercado etáreo: los jóvenes de ayer hoy son adultos con un poder adquisitivo sin tantas ofertas en las cuales gastar. Ese público extra, el que no va más a recitales porque entregaron la posta a sus hijos, es un motor insoslayable para los productores que hoy organizan estas reuniones.
De todos modos, con todas las cartas sobre la mesa, la última palabra siempre estará en manos de los artistas. En el escenario terminan todas las especulaciones, allí se encuentran las verdaderas razones de los regresos y las reuniones. Allí se termina la nostalgia, los grandes aparatos de difusión, los números y todas las pajerías sobre las que versan estas palabrejas.
Cuando el rock ocurre en el escenario, es imposible mentirle a la verdad.

*Publicado en el eslabon madre en sep 07