Saturday, August 22, 2009

24. Arte culinario a través del tiempo

En esta zona el paraiso está con vos
y entre tus cosas sólo soy un yo-yo
Spinetta (Cuando el arte ataque)


Con la única certeza de no poder responder ninguna pregunta Tomás se sienta a mirar la tele. En un documental están hablando de “La última cena”, el cuadro más conocido de la historia. “La última cena, claro, ¿de quién era “La última cena”? ¿De Leonardo Da Vinci era?”, se pregunta Tomás sin demasiado ánimo para responderse. Claro, dice el documental, es el cuadro más famoso de la historia, aunque paradójicamente no es el más conocido de Leonardo, aquel joven aprendiz de un escultor de apellido italiano que tal vez le haya enseñado muchas cosas, excepto a cultivar la técnica del fresco.
Precisamente, por no tener entre sus habilidades o intereses la técnica por la cual desde tiempos más remotos permitía que los murales se mantuvieran a través del tiempo, Leonardo Da Vinci encaró “La última cena” en 1494 como una pintura al temple. Parece que la decisión también tenía que ver con una cuestión de tiempos, porque el fresco requería tener todo más o menos claro antes de empezar porque se tenía que hacer al toque. Y Leonardo necesitaba más tiempo para desarrollar su concepción, porque parece que no era cuestión de poner a los tipitos uno al lado del otro. Tal vez no haya sido la primera vez que al genial florentino le deben haber dicho que estaba medio pirado, pero lo cierto es que el experimento le salió para el orto.

Leonardo todavía vivía cuando su versión de la supuesta –pero no menos sacrosanta-- comilona de despedida entre Jesús y sus amigotes empezó a hacer, literalmente, agua. Es que el método empleado para pintarla, más adecuado a los ritmos de la inspiración y las ideas del artista, no se fijaba bien en la pared. Para colmo, detrás de la pared donde estaba plasmada esa monumental visión había una cocina que le empezó a tirar humedad. Tal vez esa combinación de genialidad y perentoriedad hizo que al toque la obra comenzara a ser reproducida –es decir, copiada—casi sin límites. Y mientras pasaba el tiempo y Leonardo se enfrascaba –apenas 400 antes del avión de los hermanos Wright-- en otros proyectos que no descartaban la posibilidad de volar, la pintura se iba haciendo mierda y cada vez más famosa por todos lados.

Tenía 45 años Leonardo cuando encaró “La última cena” a pedido de su entonces patrón, Ludovico Sforza “El moro”, para un templo milanés. Unos cuatro años estuvo, entre los dibujos preparatorios y largos días sin hacer otra cosa que quedarse mirando la pared, para terminar el trabajo. A diferencia de otros cuadros que retrataban el mismo instante en el que Jesús les dice a los apóstoles que uno de ellos lo entregaría, Leonardo corrió a Judas de su solitario lugar por delante de la mesa y lo pasó atrás, mezclado con el resto de la tropa. En cambio, prefirió aislar un poco más a la figura de Cristo. Dicen los que saben –al menos en el documental— que el cuadro tiene tal dimensión de movimiento que todavía es utilizado en escuelas de teatro para trabajar en composiciones escénicas.
Pero con lo que no contaba Leo era con la cualidad mutante que su obra, más allá de los movimientos plasmados en la instantánea final del mural, tomaría a lo largo de 500 años. ¿Habrá pensado en ese momento, cuando tuvo que empezar a retocarla porque se estaba descascarando, que se convertiría en un ícono de una cultura totalmente distinta a la suya? ¿Que las reproducciones y copias que ya se estaban multiplicando entonces llegarían a tanto como tomar la forma de una publicidad de pantalones jeans o de un gag de un programa de televisión llamado Los Simpsons? ¿Y ya que estamos, habrá imaginado alguna vez Leonardo, entre tanta maquinaria tecnológica que pergeñaba y construía a la par de sus pinturas, al hombre del futuro como Homero Simpson?
La pregunta del millón es si Da Vinci habrá preconcebido ese experimento fallido como para endosar esa obra al destino que la esperara. Lo más lógico, aunque Tomás no pretende siquiera conocer la respuesta, es que no, que él haya querido dejar para la posteridad la obra tal como la concibió.
Pero ya no era suya. Muerto su creador, cientos de pintores habrán metido mano a “La última cena” en más de 10 restauraciones que no sólo alteraron su forma sino también su sentido. Al punto que muchos estudiosos del cuadro apelan a los dibujos preparatorios para observar el carácter original que Leonardo le había impreso a Judas, más bien como un viejo medio perdido que no entendía nada antes que como uno de los tantos chivos expiatorios que la Iglesia utilizó durante sus siglos de dominio (según entiende Tomás del documental, por supuesto).
Más alla de lo que pudiera pensarse sobre la autoría de una obra en cuanto a la creación de ideas originales o recreación de ideas previas, lo cierto es que la palabra propiedad no tiene mucho que hacer cuando lo que está en juego es el arte. ¿De quién es “La última cena”? ¿De Leonardo Da Vinci? ¿Del que escribió la Biblia? ¿De Ludovico Sforza porque la había pagado? ¿Del restaurador que 200 años después, en su afán de conservarla, la modificaba profundamente? ¿De un tipo que una vez compró una reproducción y la colgó al lado del retrato de su abuela?

No sólo manos ajenas sino hasta inundaciones en Milán se posaron sobre la última cena en 5 siglos. Por si fuera poco, en 1652 metieron una puerta en la sala que cercenó los pies de varios personaje, incluso el anfitrión. Ciento cincuenta y pico de años después, un ejército francés se metió en esa sala y la uso como establo hasta que Napoleón les dijo “paren muchachos, dicen que ese cuadro es importante” (esto no estaba expresado así en el documental, pero Tomás lo entendió de esa manera). En 1943, 445 años después de la firma de Leonardo --y 50 años antes de reventar Sarajevo-- los bombardeos aliados tuvieron que colgarle al templo el cartelito de “Disculpen, daños colaterales”. Y ya cuando en 1977 “La última cena” original estaba más degrada que la más vulgar de sus copias se inició un programa de restauración y conservación que la mejoró bastante aunque, no obstante, no pudo recuperar la mayor parte de la superficie. Si alguien quiere –sobre todo, si puede—visitarla tiene que reservar turno con antelación para verla durante 15 minutos sin tomar fotos ni filmar.

Fin del documental. Tomás se queda pensando en que el arte es una creación colectiva de sentido, no importa cuáles sean las relaciones que se entablen entre los distintos actores sociales que lo comparten. Es un hecho social en el que participan desde quien lo pergeña en soledad hasta quien lo ignore. “La última cena” de Leonardo no habría sido lo que es –fundamentalmente, una gran historia—sino hubiera sido por el que escribió la Biblia, por El Moro que la financió, por la gran visión y tozudez de un artista y creador tan acostumbrado al éxito como al fracaso Leonardo –de hecho, al final nunca pudo inventar un avión que volara--, por el chabón al que se le ocurrió que hacía falta una puerta aunque le cortara los pies a Jesús 342 años antes de que le cortaran las piernas a otro genio popular en un mundial de un deporte que no existía, por algún soldado francés que le trató de pintar los bigotes a algún apóstol, por Homero Simpson y siguen las firmas.
A esta altura Tomás se pregunta qué joraca tiene esto que ver con el rock. Y aunque no tiene la menor intención de concebir una respuesta, hay algo que le dice que la respuesta es: todo. ¿Hace falta explicarlo? Ya aparecerá un documental que lo haga más sencillo para Tomás y Homero.

*Publicado en El Eslabon de diciembre de 2008

0 Comments:

Post a Comment

<< Home