Saturday, August 22, 2009

19. Es música

No era lo mismo hace 20 años. La información no estaba al alcance de una PC cualquiera, requería otro tipo de búsqueda, de espera y digestión. Algunas cosas estaban más claras, pero muchas veces estaban montadas sobre dogmas y, en el mejor de los casos, paradigmas que todavía no se habían derribado. No se hablaba de globalización todavía y, por ende, sí se tildaba a ciertas cuestiones de extranjerizantes más allá de que las todavía cercanas heridas de Malvinas parecían haberse curado, rápidamente y mano de dios mediante, con una sintética apilada de dudoso aire reivindicativo en el Mundial 86. Y el tipo cantaba muy bien en inglés.

Hace 20 años el rock argentino se desarrollaba bajo el dudoso mote de “nacional” que no llevaban ni el jazz ni el tango ni el folclore, y era la única expresión musical argentina que establecía su dicotomía con la música “internacional” que no era otra cosa que pop music anglófona. El mainstream del rock mundial llegaba a caballo de grupos como U2 y era frecuente que los pibes se enteraran de que “la novedad recién descubierta” llevaba en verdad varios años y discos antes de llegar a estas costas. Al parecer, él las había escuchado antes.

En Rosario las FM eran una novedad todavía con huecos en el dial, entre gerontes y pibes inconscientes de su condición de pioneros. No había tribus sino compartimentos estancos bajo escudos como el heavy, un punk incipiente y extemporáneo, un puñado de insistentes adoradores del blues que todavía era un objeto de culto y chicos informados que se copaban con los teclados y peinados de Duran Duran ignorando la historia darkie de The Cure. Fito era el orgullo rosarino que vivía, como el resto de los orgullos vernáculos, en la única gran ciudad que había. Nadie imaginaba la hiperinflación que vendría dos años después. ¿Cuántos australes habrá tenido en el bolsillo cuando se murió?

Tomás no suele escribir sobre la música en sí misma, demasiado enfrascado en escudriñar las relaciones sociales que en torno a ella se entretejen mientras el mercado marca pautas estéticas que ponen a los músicos más cerca de lo espectacular que de lo artístico. Es apasionante, para Tomás al menos, escuchar qué hay detrás de la música, qué mierda dice la contradictoria cultura rock en estos vertiginosos días posmodernos. Pero esta vez, quizás por la inminencia del fin de año que lo agarra con la guardia baja, Tomás intenta pensar en su verdadera pasión, esa de la que no se atreve a explayarse por temer que le queda un poco grande.

Confesiones al margen, Tomás cree que la música es un código superior a los que habitualmente emplean los humanos para comunicarse tanto a nivel personal como a través del tiempo y el espacio. Transmite sensaciones que las palabras no pueden contener, desglosa discursos y relatos prescindiendo de los idiomas, genera sentimientos y emociones, o los libera. Es capaz de conectar almas y fluir tanto en el plano material sonoro como en el más silencioso escondite de cualquier cerebro. Sin proclamarlo, la música es un código de comunicación universal, más allá de las formas que adquiera: siempre tiene el potencial de tender puentes entre culturas y cosmovisiones, para acercarlas.

Tres días antes de la navidad de 1987, mientras nadie pensaba en él --al menos como ahora-- Luca Prodan se fue arrastrado por un hígado que ya no soportó más boliches en las esquinas en busca de gente despierta. Fue entonces cuando todos hablaron de él y, por supuesto, más de su muerte que de su vida. Cuántos se enteraron entonces de que el tipo era italiano, que había sido pupilo en una escuela británica y que había llegado a la Argentina para estar lejos de la heroína y que no encontró nada mejor para hacer que armar una banda de rock con unos pibes que de pedo rascaban la criolla en fogones. Ahí fue cuando muchos de los que habían escuchado cientos de veces Los Viejos Vinagres sin darle bola en alguna radio recién se enteraron de que había una banda que se llamaba Sumo, sin distinguir si el nombre remitía a una cuestión matemática o a los luchadores que se enfrentaban en la contratapa de “After Chabón”.

Luca fue noticia de la única manera que puede serlo un artista en la Argentina: por escándalo o tragedia (cuando se trata de dinero, ya no se habla de artistas sino de “figuras” o, como les dicen ahora, “famosos”). Una vez aplacado el morbo colectivo –y tras la esperable avalancha de libros, notas necrológicas y últimos reportajes—la mayoría se olvidó de él y la minoría lo convirtió en remera. Sólo quedaba su música: los tres discos de Sumo, una interminable serie de grabaciones piratas de pésimo audio y mucho más: generaciones de músicos que mamaron su obra y se dejaron llevar por su humilde legado encriptado en canciones.

A esta altura debe quedar claro cuánto le cuesta a Tomás escribir sobre música sin caer en obviedades o cosas que ya no hayan sido dichas. ¿Hace falta hablar del legado de Luca para el rock argentino cuando está todo dicho en la música? Está todo ahí, piensa Tomás mientras piensa, por ejemplo, qué hubiera pasado si el “adelantado” Luca hubiera llegado como los conquistadores que venían a traer el evangelio de sus “santos patrones” para trocarlos por la riqueza de los “salvajes”. Si se hubiera montado sobre una plataforma discursiva para integrar el inglés –entonces lengua “prohibida” en el rock nacional— al castellano, para mezclar Joy Division con Bob Marley en las sierras de Córdoba, desde la disco New York City hasta El Abasto, para meter una primitiva impronta tecno en el rock, para experimentar, poner humor y restar frivolidad, para desmitificar y descontracturar, romper y reconstruir ese rock al que llegó como un mesías en pedo al que nadie esperaba. ¿Quién hubiera creído en alguien que proclamara todo aquello que el tipo simplemente hizo?

Pero el territorio en el que le tocó correr esa carrera entre la autodestrucción y la supervivencia que marca a todos los humanos, incluso a los mesías, fue la música, ese código que al margen de sus utilizaciones siempre es superador de otras formas de comunicación. Y así Luca puede escucharse hoy cada vez que una banda elige la música para expresar su cosmovisión sin tanto prejuicio, cuando busca una sonido que contenga a la sutileza y la visceralidad, al punk blanco y al reggae negro, lo de acá y lo de allá, la mezcla y la pureza. En cada pibe que busca abrir cabezas sin trepanar cráneos.

Nadie lo vio llegar ni partir. Jamás reveló los planes que no tenía. Tal vez tuvo suerte de no asistir a las reverencias que luego le prodigaron algunos imbéciles como esos fanáticos religiosos que le joden la vida a los demás en nombre de sus dioses, sin entender que la música es para arrimar.

No debe ser casual que haya sido un extranjero que llegó sin saber nada de las fórmulas y prejuicios de estas tierras el que pusiera uno de los mojones más trascendentes para la historia del rock en castellano. No es casual que en esta tierra de egos pretenciosos haya sido un artista sin demasiadas aspiraciones el que lo haya hecho. Un tipo que no tenía recursos simbólicos para comprar nuestros mitos ni medios para ejercer esa demagogia que este pueblo demanda eternamente. Y no es casual que su legado haya sido a través de la música, esa en la que nadie es un ejemplo a seguir, que le da todo a quien la quiera recibir, que pone puentes donde otros sistemas atrasados siguen poniendo fronteras. Gracias por tu música, pelau.


* Publicado en El Eslabon de noviembre de 2007

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