12. Pura espuma*
Un Quilmes Rock sin alcohol es la paradoja más grande que el mundo del rock dejó pasar como si fuera algo normal en función de las nuevas reglas que se van imponiendo en la vida cotidiana. O, mejor dicho, que nos vamos imponiendo. Si bien el uso de la primera persona es algo que Tomás D’ell Pico aborrece por carecer de ella, no puede dejar de sentirse parte de un colectivo en el que se comparten culpas y castigos todo el tiempo, resabio --o quizás evolución-- de una antigua forma de saber-poder occidental cristiano basado en el pecado como estigma a llevar en ese crecimiento que desemboca tan ambiguamente en la muerte. O sea, chabón, ¡no se pudo vender cerveza en el Quilmes Rock!** ¿O será que acaso la cerveza no necesita alcohol para ser vendida en estos tiempos? Cuántas paradojas asoman desde el entramado sinestésico que conforma la matriz cultural de los tiempos audiovisuales…
Que en la Argentina se haya realizado un festival de rock auspiciado por la cerveza nacional en el cual no se haya podido vender alcohol es un síntoma, signo o como le quieran llamar, de la incipiente pero continua derechización que viene tomando esta sociedad que, aunque el presidente K insista en mirar para otro lado, continúa con el proceso de pauperización al cual la alianza Menem-De la Rúa le colocó el moño en la última década. Y lo poderoso de esta crisis de representatividad que vive la política argentina, tan frágil a la hora de permitir el ingreso de discursos represores y represivos que en algún momento parecían haber quedado en el olvido.
¿Qué mierda pasa con el rock? ¿Se trata ahora de una actividad riesgosa que debe desarrollarse sobre la base de específicas normas de seguridad? ¿Ya no se trata de un acontecimiento artístico en el cual una parte de la sociedad puede disfrutar en libertad?
Algo, sin dudas, debe haber pasado para que hordas de jóvenes vayan tan conformes a disfrutar a pesar de las restricciones. Tal vez sea consecuencia de algún aspecto mágico de la música que puede estimular lo suficiente como para compensar la falta de estimulantes, lo cual podría atentar contra el mito “sexo-droga-rockanrol” que tan buenos dividendos ha sabido implicar para los negocios montados en torno a la música. O es probable que las sucesivas y experimentales “leyes secas” que se fueron ordenando en distintas ciudades desde hace algunos años hayan empezado a surtir algún efecto acorde con las nuevas leyes libres de humo. Pero nadie puede achacarle a la cerveza no haber evolucionado en marketing, incluso superando a las gaseosas, como para que las nuevas generaciones se banquen no tomarse una Quilmes mientras disfrutan un show de rock.
Entonces, ¿qué carajo pasa con el rock?
Sería facilista, más allá de sus trágicas características de mojón en la historia, circunscribir este proceso a Cromagnon y sus secuelas sin abrir el foco al contexto previo que, de varias maneras, originó ese golpe tan bajo a la cultura rock argentina. Se podría acordar que la violencia en el rock es, aunque sea en su aspecto musical, parte de su esencia expresiva, pero los ribetes que fue tomando paulatinamente a partir de los 90 no tienen su origen en el rock. Incluso el rock ha podido dejar atrás varios de sus aspectos sectarios en función de una creciente mezcla de géneros que los músicos fueron ofreciendo con los años, como intentos no sólo de ampliar los alcances del mercado sino también de derribar fronteras mediante el arte. ¿Ejemplo? La cumbia riffera de Bersuit “Yo tomo”. Y hay varios ejemplos de la mano de la Mona Jiménez.
Sin embargo, el rock no pudo escapar a la violencia que, al margen de los intentos de acercamiento de los músicos, se generaron en la sociedad. Una sociedad que ya tomó como norma la posibilidad de matarse en una cancha, donde el Estado ya no sabe qué prohibir y donde cada nueva “medida” no genera otra cosa que más quilombo. Y una sociedad, asimismo, donde se emplea la palabra “inseguridad” tanto que ya parece tan “natural” como la “desigualdad”, al punto que ésta ya no parece entrar en los cálculos.
La monopolización del negocio rockero poscromañón impulsada en connivencia con el poder político porteño está generando su propio reflejo de las brechas socioeconómicas que ya estaban creadas en la sociedad y ya se presta a dejar bien marcado su tinte de “naturalidad” en el discurso dominante. Ese discurso dominante es el que, en nombre de las “normas de seguridad”, está cerrando y boicoteando los espacios que naturalmente (acá sin comillas) el rock generaba como vehículo de expresión. En esos espacios ya no pueden insertarse los músicos que no tienen carrera ni poder económico para desarrollarse al margen del monopolio discográfico, aunque sea en el escueto escenario de pub subterráneo. Y ese cercenamiento, como toda acción excluyente, genera germinalmente violencia.
Por el contrario, las secuelas poscromañón –a esta altura una muletilla que permite que unos pocos estén haciendo mucha plata— promueven recitales como el reciente “Quilmes Rock” de Rosario, en el que la cerveza que se ofrecía era una foto. Increíblemente el todavía rebelde público rockero se vuelca en masa a comprar una foto. Y como para que la foto sea más apetecible, lo rodean de policías que están “para que todo salga bien”. Sí, algo tuvo que haber pasado con el rock.
La omisión suele ser una forma de colaboración, y en el juego de fuerzas que maneja los hilos de esta sociedad, el rock se impulsó como negocio. Un negocio al que no le importa la sed del consumidor sino que le importa que compre una bebida, más allá de que le hace creer que le importa su sed. ¿Más claro? La demagogia que enmascara los rituales y los trapos que las grandes bandas de los últimos diez años se dejaron montar para ser supuestamente venerados. ¿Qué diferencia hay entre un rockstar argentino y un vendedor de Amway, cuando el primero se asocia al segundo para hacer un recital en un legendario estadio que ahora lleva el nombre de gaseosa? ¿Nadie le pide a la Pepsi que no le cague tan feo el nombre al mítico Obras donde tocó Bob Dylan?***
Sin embargo, mientras está tan claro que es imposible mirar para otro lado sin hacerse reverendamente el otario, el planeta rock parece adherir a esta coyuntura en la que, bajo el pretexto de erradicar la violencia, se genera una exclusión que concentra los medios de producción en pocas manos, tal el rumbo que la sociedad argentina fue tomando en su macroeconomía. Al parecer, el menemismo, que hasta el momento no había alcanzado al rock salvo en la proliferación de la merca y el cholulismo, está desembarcando definitivamente en el rock que tanto solía oponérsele desde sus cánticos.
¿Acaso no estaba tan claro que la exclusión es la que genera la violencia? Parece que no. En los últimos años la violencia en la Argentina ha crecido a la par de un proceso de exclusión que no parece importarle a cada vez más sectores de la sociedad, tan preocupados por la “inseguridad”. Esos sectores suelen enfocar en la falta de represión el problema de la violencia y la derecha, que de alguna manera siempre maneja los hilos en este país, les ofrece el mote de “inseguridad”. Es probable que alguien todavía piense que la violencia es más fácil de combatir que la exclusión que la genera, lo cierto es que paulatinamente esta sociedad está comprando ese discurso que, al negar la exclusión, la está legitimando, mientras ofrece, en total consonancia con las actuales leyes de mercado, un nuevo producto llamado “seguridad”: vigilancia privada, countries amurallados antimenchos, cursos de defensa personal y policías que se duermen mientras supuestamente cuidan una cuadra. Por no hablar de los amables patovicas que, en nombre de la inefable “seguridad”, ejercen en una forma bastante pura la exclusión sobre la base del más antiguo principio discriminatorio: la portación de rostro.
Y la actual comercialización del rock se está montando sobre una estructura en la que el sector político actúa en connivencia con algunas empresas poderosas y legitima a través del poderoso discurso de la ley que a esta sociedad le gusta cada vez más –sobre todo, cuando se aplica a los “otros”-- una forma de desarrollo excluyente para muchos músicos que solían representar a un importante sector de la sociedad ávido por encontrar un vínculo de libertad y expresión con la música.
Vamos a ver qué pasa, propone Tomás en ese plural que no quiere incluirlo, a ver si en algún momento el espíritu del rock que subsiste y acecha desde el anonimato de las salas de ensayo, ese donde todavía se puede elegir a la hora de entrarle a un porrón o a una gaseosa, recupera la fuerza delimitar la cancha fuera de los estadios del poder. Tampoco habría que ponerse en pedo: ya se sabe que, poetas malditos al margen, la historia la escriben los que no se maman…
* Publicado (no me acuerdo con qué título) en el periodico el eslabon en noviembre de 2006
** La nota se refiere al festival realizado en Rosario en octubre de 2006, en el hipódromo del parque Independencia.
*** No es que a Tomás le guste mucho más la Coca ( que es cierto, pero siempre y cuando venga en botella de vidrio) pero la Pepsi tiene un gusto tan poco rockero... y no es que Tomás se la quiera dar de rockero...
Que en la Argentina se haya realizado un festival de rock auspiciado por la cerveza nacional en el cual no se haya podido vender alcohol es un síntoma, signo o como le quieran llamar, de la incipiente pero continua derechización que viene tomando esta sociedad que, aunque el presidente K insista en mirar para otro lado, continúa con el proceso de pauperización al cual la alianza Menem-De la Rúa le colocó el moño en la última década. Y lo poderoso de esta crisis de representatividad que vive la política argentina, tan frágil a la hora de permitir el ingreso de discursos represores y represivos que en algún momento parecían haber quedado en el olvido.
¿Qué mierda pasa con el rock? ¿Se trata ahora de una actividad riesgosa que debe desarrollarse sobre la base de específicas normas de seguridad? ¿Ya no se trata de un acontecimiento artístico en el cual una parte de la sociedad puede disfrutar en libertad?
Algo, sin dudas, debe haber pasado para que hordas de jóvenes vayan tan conformes a disfrutar a pesar de las restricciones. Tal vez sea consecuencia de algún aspecto mágico de la música que puede estimular lo suficiente como para compensar la falta de estimulantes, lo cual podría atentar contra el mito “sexo-droga-rockanrol” que tan buenos dividendos ha sabido implicar para los negocios montados en torno a la música. O es probable que las sucesivas y experimentales “leyes secas” que se fueron ordenando en distintas ciudades desde hace algunos años hayan empezado a surtir algún efecto acorde con las nuevas leyes libres de humo. Pero nadie puede achacarle a la cerveza no haber evolucionado en marketing, incluso superando a las gaseosas, como para que las nuevas generaciones se banquen no tomarse una Quilmes mientras disfrutan un show de rock.
Entonces, ¿qué carajo pasa con el rock?
Sería facilista, más allá de sus trágicas características de mojón en la historia, circunscribir este proceso a Cromagnon y sus secuelas sin abrir el foco al contexto previo que, de varias maneras, originó ese golpe tan bajo a la cultura rock argentina. Se podría acordar que la violencia en el rock es, aunque sea en su aspecto musical, parte de su esencia expresiva, pero los ribetes que fue tomando paulatinamente a partir de los 90 no tienen su origen en el rock. Incluso el rock ha podido dejar atrás varios de sus aspectos sectarios en función de una creciente mezcla de géneros que los músicos fueron ofreciendo con los años, como intentos no sólo de ampliar los alcances del mercado sino también de derribar fronteras mediante el arte. ¿Ejemplo? La cumbia riffera de Bersuit “Yo tomo”. Y hay varios ejemplos de la mano de la Mona Jiménez.
Sin embargo, el rock no pudo escapar a la violencia que, al margen de los intentos de acercamiento de los músicos, se generaron en la sociedad. Una sociedad que ya tomó como norma la posibilidad de matarse en una cancha, donde el Estado ya no sabe qué prohibir y donde cada nueva “medida” no genera otra cosa que más quilombo. Y una sociedad, asimismo, donde se emplea la palabra “inseguridad” tanto que ya parece tan “natural” como la “desigualdad”, al punto que ésta ya no parece entrar en los cálculos.
La monopolización del negocio rockero poscromañón impulsada en connivencia con el poder político porteño está generando su propio reflejo de las brechas socioeconómicas que ya estaban creadas en la sociedad y ya se presta a dejar bien marcado su tinte de “naturalidad” en el discurso dominante. Ese discurso dominante es el que, en nombre de las “normas de seguridad”, está cerrando y boicoteando los espacios que naturalmente (acá sin comillas) el rock generaba como vehículo de expresión. En esos espacios ya no pueden insertarse los músicos que no tienen carrera ni poder económico para desarrollarse al margen del monopolio discográfico, aunque sea en el escueto escenario de pub subterráneo. Y ese cercenamiento, como toda acción excluyente, genera germinalmente violencia.
Por el contrario, las secuelas poscromañón –a esta altura una muletilla que permite que unos pocos estén haciendo mucha plata— promueven recitales como el reciente “Quilmes Rock” de Rosario, en el que la cerveza que se ofrecía era una foto. Increíblemente el todavía rebelde público rockero se vuelca en masa a comprar una foto. Y como para que la foto sea más apetecible, lo rodean de policías que están “para que todo salga bien”. Sí, algo tuvo que haber pasado con el rock.
La omisión suele ser una forma de colaboración, y en el juego de fuerzas que maneja los hilos de esta sociedad, el rock se impulsó como negocio. Un negocio al que no le importa la sed del consumidor sino que le importa que compre una bebida, más allá de que le hace creer que le importa su sed. ¿Más claro? La demagogia que enmascara los rituales y los trapos que las grandes bandas de los últimos diez años se dejaron montar para ser supuestamente venerados. ¿Qué diferencia hay entre un rockstar argentino y un vendedor de Amway, cuando el primero se asocia al segundo para hacer un recital en un legendario estadio que ahora lleva el nombre de gaseosa? ¿Nadie le pide a la Pepsi que no le cague tan feo el nombre al mítico Obras donde tocó Bob Dylan?***
Sin embargo, mientras está tan claro que es imposible mirar para otro lado sin hacerse reverendamente el otario, el planeta rock parece adherir a esta coyuntura en la que, bajo el pretexto de erradicar la violencia, se genera una exclusión que concentra los medios de producción en pocas manos, tal el rumbo que la sociedad argentina fue tomando en su macroeconomía. Al parecer, el menemismo, que hasta el momento no había alcanzado al rock salvo en la proliferación de la merca y el cholulismo, está desembarcando definitivamente en el rock que tanto solía oponérsele desde sus cánticos.
¿Acaso no estaba tan claro que la exclusión es la que genera la violencia? Parece que no. En los últimos años la violencia en la Argentina ha crecido a la par de un proceso de exclusión que no parece importarle a cada vez más sectores de la sociedad, tan preocupados por la “inseguridad”. Esos sectores suelen enfocar en la falta de represión el problema de la violencia y la derecha, que de alguna manera siempre maneja los hilos en este país, les ofrece el mote de “inseguridad”. Es probable que alguien todavía piense que la violencia es más fácil de combatir que la exclusión que la genera, lo cierto es que paulatinamente esta sociedad está comprando ese discurso que, al negar la exclusión, la está legitimando, mientras ofrece, en total consonancia con las actuales leyes de mercado, un nuevo producto llamado “seguridad”: vigilancia privada, countries amurallados antimenchos, cursos de defensa personal y policías que se duermen mientras supuestamente cuidan una cuadra. Por no hablar de los amables patovicas que, en nombre de la inefable “seguridad”, ejercen en una forma bastante pura la exclusión sobre la base del más antiguo principio discriminatorio: la portación de rostro.
Y la actual comercialización del rock se está montando sobre una estructura en la que el sector político actúa en connivencia con algunas empresas poderosas y legitima a través del poderoso discurso de la ley que a esta sociedad le gusta cada vez más –sobre todo, cuando se aplica a los “otros”-- una forma de desarrollo excluyente para muchos músicos que solían representar a un importante sector de la sociedad ávido por encontrar un vínculo de libertad y expresión con la música.
Vamos a ver qué pasa, propone Tomás en ese plural que no quiere incluirlo, a ver si en algún momento el espíritu del rock que subsiste y acecha desde el anonimato de las salas de ensayo, ese donde todavía se puede elegir a la hora de entrarle a un porrón o a una gaseosa, recupera la fuerza delimitar la cancha fuera de los estadios del poder. Tampoco habría que ponerse en pedo: ya se sabe que, poetas malditos al margen, la historia la escriben los que no se maman…
* Publicado (no me acuerdo con qué título) en el periodico el eslabon en noviembre de 2006
** La nota se refiere al festival realizado en Rosario en octubre de 2006, en el hipódromo del parque Independencia.
*** No es que a Tomás le guste mucho más la Coca ( que es cierto, pero siempre y cuando venga en botella de vidrio) pero la Pepsi tiene un gusto tan poco rockero... y no es que Tomás se la quiera dar de rockero...


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