Monday, August 28, 2006

6. Andrés y el billikenismo ilustrado*

--… y porque Calamaro es un prócer del rock nacional—define el pibe, excelente músico, en un estudio de grabación, hablando con otros colegas.
-- ¿Cómo Belgrano o como Julio Argentino Roca?—se mete otro músico, más viejo, que llegaba en ese momento y ni siquiera sabía de qué se estaba hablando.
--…
-- “Rock nacional”, “prócer”, qué palabritas, ¿no? Mucho no tienen que ver con la música…
El pibe ensaya una explicación en tono de disculpa: “Sí, la verdad, yo con las palabras… a veces digo cualquier cosa”. Y el viejo aclara: “No tenés que disculparte, esas palabras son las que usamos todos para referirnos, según los gustos de cada uno, a Charly, Spinetta, Pappo, Cerati, Calamaro, Luca, Mollo, Fito, Abuelo. Pero evidentemente nunca pensamos qué hay detrás de esas palabras. Tenés razón, hablamos sin pensar”.
Sin pretender entrar en el escabroso terreno de la lingüística, se podría comparar al habla cotidiana con un sistema de teclas abreviadas para comunicarse. Una convención, un atajo de automatización que prescinde de operaciones racionales más complejas. Esto fue estudiado –por muchos lingüistas y estudiantes de comunicación, excepto el que suscribe-- y no viene al caso entrar en demasiados detalles, pero está claro que nadie elabora una teoría al momento de decir: “Señorita, quiero ir al baño”, “¿Conoce la calle Sarlanga?” o “Charly es un prócer del rock nacional”. La cuestión es, al margen del artista al que determinado gusto musical pinte de bronce, qué decimos al decir prócer y cuáles son los alcances de una palabra cuyo uso, en este caso específico, está marcado por lo metafórico.
Para el diccionario, prócer es una “persona de la primera distinción o constituida en alta dignidad, cada uno de los individuos que, por derecho propio o nombramiento del rey, formaban, bajo el régimen del Estatuto Real, el estamento a que daban nombre”. Según enseñan en la escuela argentina, prócer es aquel que la historia oficial impone sin lugar a discusiones como un tipo que trabajó para hacer grande este país. Pero uno crece y supuestamente aprende que la historia no es la de Billiken, que más allá de las estatuas y las calles había próceres que mandaban matar indios, que laburaban para tal o cual interés o –mi favorito— alguien que no tenía la menor intención de quedarse peleando en el norte pero no tenía plata para volverse.
También hay otro uso connotativo de la palabra que define lo indiscutible; así determinados grupos sociales refieren como “un prócer” a quien en determinado orden de la vida social –la música y el fútbol, por ejemplo— se puede catalogar como intocable. Serían éstos, redondeando, próceres populares no nombrados por el rey o por el poder de turno que escribe la historia. Sin embargo, no se pretende aquí calificar a los próceres sino cuestionar esa calidad de indiscutible.

Y no está de más discutir esto en un terreno como el “rock nacional”, tan proclive al “billikenismo”: porque, si hablando de fútbol todos los argentinos somos DT, el rock argentino ha sido invariablemente un lugar en el cual siempre se encuentra a alguien subido a un pedestal proclamando una verdad que tranquilamente podría expresarse desde el llano. Como si el escenario fuera, más que un lugar para expresar una postura, “el” lugar desde el que se proclama “la” verdad.
¿Cuál es la convención, el momento, las particularidades o el marco en el cual se conforma un prócer? En principio, no se trata de un ídolo que ha nacido con el único fin de ser amado. El prócer va más allá de eso: venerado o no, es respetado, y no tiene –como toda estatua-- necesidad de firmar autógrafos. Y allí donde el ídolo puede ser funcional a las prácticas de los consumidores en un mercado, el prócer parece superar esa instancia, avalado por otros ingredientes: cualidades abstractas que sólo la clase dominante (o un establishment determinado como podría ser el rockero o, más ampliamente, un hipotético establishment de la cultura argentina) permite manejar. Por eso, por el momento, no habrá estatua capaz de convertir a Rodrigo en un prócer; es más probable que se convierta en un émulo del Gauchito Gil, lo cual no es menos, pero es otra cosa.

A los deportistas el bronce les llega generalmente en el ocaso de sus carreras, cuando el mito ya pegó varias vueltas y, especialmente, una vez retirado, cuando ya no va a pifiar más. Porque en la Argentina los próceres no se equivocan, es decir, no pueden equivocarse, y los campeones deben saber retirarse a tiempo. Pero en la música es diferente, porque los parámetros no son tan cuantificables: no hay victorias y derrotas tangibles más allá de que el “margen de error” de un prócer musical suela mensurarse a partir de la omnipresente regla del éxito taquillero. En este sentido, queda en la palabra “prócer” un resguardo para poder así denominar a un pionero como Miguel Cantilo, aunque seguramente quedar´”rankeado” un par de escalones más abajo que Charly García.
Y sería interesante indagar, siguiendo con esta analogía, por qué razones Charly sería una avenida y Cantilo una callejuela de barrio. ¿Son las canciones, el éxito, la perdurabilidad, la constancia, la exposición? ¿Por qué Calamaro devino en prócer –léase indiscutible-- recién luego de seis años de ostracismo interior fuera del país? ¿Es casual que su “regreso” enchapado en bronce haya sido de la mano de Bersuit, la banda más popular del momento? ¿Hubo un crossover de público que descubrió, durante los años que pasó sin cantar, qué bueno que había sido Andrés? ¿O ese fue el tiempo necesario para digerir una obra más que prolífica? ¿O será que su ausencia despertó esa gran pasión argentina que es la necrofilia y su regreso dio pie a vivir el milagro de una resurrección? ¿Cuáles serían las diferencias entre un prócer vivo –que, casualmente o no, coqueteó con la muerte antes de alcanzar tal rango— y los declarados post mortem como Luca, Moura o Abuelo? ¿Y qué sería hoy de Nito Mestre si su destino lo hubiera sacado antes de tiempo de la vida terrenal como a Tanguito?

No convendría perder de vista que cuando cierto sector social establece distintas categorías para sus referentes está hablando de sí mismo. Así son, por ejemplo, los mecanismos de identificación en torno a la música. Y si se rastreara el origen de la denominación “prócer” para un grupo selecto de ídolos o referentes culturales históricos seguramente tal vez se podría concluir que los primeros próceres del rock ocuparon, precisamente, el lugar de héroes desde la contracultura: a nadie se le habría ocurrido llamar prócer a Spinetta o a Bochini para equipararlo con Roca. Pero por otro lado, con tanta agua corrida bajo el puente, no vendría mal detenerse en lo que podría significar esta bendita palabra en un contexto histórico diferente.
Paralelamente, el uso de categorías como esta remiten a lo que Cortázar llamaba “palabras violadas”, que “a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse… En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez (...) empezamos a sentirlas como monedas gastadas (…) y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados”.
Hoy que las ideas parecen imponerse por la autoritaria fuerza de los números y de lo mayoritario, en una sociedad que no da lugar al error y castiga la debilidad, en la que parece no haber tiempo para discutir ideas y se premia el éxito como fin sin atender a los medios, tal vez convendría revisar de qué hablamos al referirnos a “un prócer del rock nacional”. Pensar cuánto y qué de “nacional” tiene el rock argentino, hasta dónde esa denominación abre o cierra puertas a un terreno –la música— en el que las fronteras no tienen por qué coincidir con las geográficas y hasta qué punto los “próceres” del rock no son, análogamente, impuestos por una intelectualidad como la que bautizó a casi todas nuestras calles más de cien años atrás. Una intelectualidad distinta, claro, de aquella burguesía oligarca, pero que tampoco manifiesta decididamente ideas que vayan contra los dictados del mercado.
En rigor, no es lo mismo ejercer la práctica de pasar horas en bares discutiendo sobre la jerarquía de un artista –por más al pedo que se hable-- que nombrar “sin saber por qué” a un prócer. Demasiadas cosas se están barajando como indiscutibles en muchos lugares del mundo y tal vez sea el momento de empezar a cuestionar, por lo menos, aquello que nosotros mismos decimos sin pensar.

* Publicado en el periódico el eslabón en mayo de 2006

1 Comments:

Blogger gnomo sapiens said...

no hay tiempo para la discusión, hay que ser sentencioso, contundente, y si se hunde a más gente en menos palabras mejor y más exitoso... la jorgerialización total!

muy bueno polak.

Tuesday, September 05, 2006 10:19:00 AM  

Post a Comment

<< Home