Tuesday, July 25, 2006

1. Yo te avisé y vos no me escuchaste*

Ojo: lo que es escribo es puro bla-bla, un sofisma de cotillón. Toda coincidencia con la realidad deberá relacionarse en algún prejuicio. Prejuicios de los que --en su dominante acepción, la peyorativa-- pululan en las cabezas cerradas. Aunque se podría convenir en que hay prejuicios que a veces emanan de los ojos abiertos y la memoria fresca pero que, cuando se cumplen, suele confundírselos con las premoniciones, como si sólo un mago pudiera advertir que algo muy evidente está por suceder. A veces estos prejuicios no llegan a juicio y entonces son rápidamente lavados junto con el resto. Y tal vez eso no sea justo; quizás haya algún prejuicio que merezca ser escuchado.
En este alucinante feedback histérico de libertad exaltada y autoritarismo encubierto que conforma la trama simbólica y sintética del rock muchos pibes alguna vez habrán dicho: “Flaco, no prendás eso que vamos a morir todos”. Y habrá recibido una poco democrática respuesta como “cagón, buchón, careta, berreta, tragaldabas. Facho”. Al prejuicioso no le habrá gustado ser tildado de algo que no era, y menos por alguien a quien consideraba su semejante, máxime cuando ambos portaban remeras con la cara del Che. Y se calló la boca. Mientras, la libertad se siguió expresando pirotécnicamente por un camino que un día demostró todas sus trampas.
¿Y después? El remedio que se suele aplicar es un placebo a largo plazo fatal: un cóctel de dolor e hipocresía, cola de paja y reclamos genuinos que libera una explosiva cantidad de energía que anula toda capacidad de reacción. Es decir: explota una bomba, reina el caos, se disipa el humo y pasa el basurero para despejar la vereda y que los sobrevivientes sigan viviendo como siempre.
Es decir, como antes.

Todas las culturas contienen un período de duelo que sobreviene a la muerte, en el que el supuesto respeto y el impuesto recogimiento lavan impuestos pecados y supuestas responsabilidades. “Boludo, si no apagás eso no tocamos más. No aprendiste nada”. Algo así dijo un referente rockero en un festival a la vera de un lago serrano cuando un joven argentino, desesperado por usar al aire libre lo que supuestamente nunca más usará en un boliche, dio rienda suelta a la pirotécnica libertad de expresión a la que le había hecho el aguante durante los últimos años. La lección del músico que nunca antes había estado de vuelta podría ser tildada de tardía o exagerada. ¿Tardía? ¿Exagerada? Entonces es toda una lección argentina, amparada en una cadena de argentinas paradojas. Ejemplo: a) la obligatoriedad de la enseñanza es sólo una proclama que b) no tiene como correlato la obligatoriedad del aprendizaje. Y a’) aunque ambas obligatoriedades están expresadas como derechos en la constitución, b’) ejercer un derecho no es obligatorio.
Así se entiende que se pretenda erigir a la tragedia como la única maestra de quien se debe aprender. Más allá de que, en esta lógica, la tragedia termina siendo --como toda maestra-- una vieja pacata a quien ignorar.
¿Y quién va a tirar la primera piedra de la autocrítica en una sociedad que, mientras perdona a genocidas y corruptos, castiga a quien se equivoca, a quien se expone como débil al evidenciar su imperfección? Como el estudiante que no va a rendir, se prefiere escapar, aunque sea en el caballo de la soberbia, antes que exponerse al escarnio de la autocrítica. Y las posibilidades de aprender, trágicas o no, se esfuman una detrás de otra en nombre de la inmediata necesidad de sobrevivir.
En mi barrio, al corpus teórico que se expresa a través de esta perorata de academicismo barato aquí esbozada se le dice “parche”.

Vértigo y parche. En política la vida se mide en períodos de dos años. Qué importan los viejos, los pibes, los bisnietos. Parche, circo, chivos expiatorios. Y el vértigo dice que hay que controlarse para que no nos pase lo mismo que al boludo de Ibarra. ¿Aprendemos? Dos meses después de la tragedia que motivó la supuesta lección emanada de una eminencia en un festival de rock (al aire libre), una municipalidad organizó un recital en un anfiteatro (al aire libre) y vendió más entradas de las que debía, según la capacidad de lugar (que se mide en metros cuadrados y no cúbicos). Como tal vez no era día de controles, el Estado avaló que se cobrara entre 20 y 25 pesos para disfrutar de cómodas localidades como una barranca, la cabeza de otro espectador y un hueco que quedaba entre dos viejas que habían llegado a las dos de la tarde.
Menos mal que, de los más de 4.000 días que tuvo para elegir, el parque España de Rosario se desmoronó un horrendo día en el que sólo había cuatro pescadores que zafaron. Menos mal que el Parque perdonó a los miles de pendejos que estaban saltando al compás de Molotov un soleado Día de la Primavera.
Tal vez la verdadera lección para el pibe que quiso prender esa bengala en un recital de Las Pelotas sea, además de que el escenario donde se paran aquellos a quienes idolatra también está lleno de boludos, que la libertad pasa por hacerse respetar mientras se respeta al otro. Así se podría enseñar y aprender sin tener que apelar a la furia irracional que desata la tragedia.

* Publicado en periódico el eslabon en mayo de 2005

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