Friday, August 25, 2006

5. La vuelta de Callejeros: un concierto de culos sucios*

“Voy a agotar todas las medidas legales para que Callejeros no se presente en Tucumán, pero si no alcanzan estoy dispuesto a cualquier cosa porque creo que, tal como Chabán, procesado y preso, y como Ibarra, destituido por juicio político, el grupo Callejeros es culpable de lo que pasó”, amenazó Luis Fernández, padre de una víctima de Cromañón y vocero de un grupo de familiares empeñados en que la banda no vuelva a tocar. Fernández, un ejemplo de una nueva tipología de argentino: el que tras la atroz pérdida de un ser querido obtiene una suerte de derecho que lo avalaría no sólo a juzgar sino también a ejecutar “cualquier cosa” en función de sus creencias. Descendiente de Blumberg antes que de las Madres de Plaza de Mayo, suele ser el terror de gobernantes, jueces y todo funcionario que tenga el culo sucio y miedo a todo lo que pueda decirse de él en una marcha trasmitida por TV.
Es obvio que manifestaciones como esta en la Argentina tienen un origen claro y definido que excede la ideología o personalidad del iluminado de turno: la retracción del Estado, y el consiguiente desamparado al que dejó librado a los individuos de una sociedad atomizada, así como una Justicia muy lenta para resolver demandas sociales como demasiado rápida para aumentar sus sueldos. Pero, obviedades al margen, estas fallas no deberían ser resueltas por otro sistema basado en la bronca y el dolor, por legítimos y profundos que fueran: venganza y justicia no deben confundirse. Y en el caso específico de la tragedia de Cromañón no habría que olvidar que entre los familiares de las víctimas hay músicos de la banda, a quienes sin embargo Fernández considera, “autoavalado” por las decisiones más políticas que judiciales que procesaron a Chabán y destituyeron a Ibarra, tan culpables como éstos.
Pero los belicosos familiares también tienen abogados para darle un marco jurídico a sus pedidos de cabezas. Y mientras los padres hacen presión sobre las autoridades para que no autoricen el show, los abogados pidieron directamente la prisión para los músicos, a quienes consideran “peligrosos”. “La actitud de Callejeros de total desprecio por la vida, aun por la de sus familiares fallecidos por la misma causa, intentando a pocos meses de la tragedia volver a los escenarios podría suponer un enfrentamiento con víctimas o con familiares que podemos estimar dónde comenzarían pero no en qué concluirían”, dijeron los abogados en un escrito en el que pidieron la inhabilitación de Callejeros “para que no puedan realizar una tarea igual o similar a la que ocasionara la muerte de 194 personas y evitar de esta manera otra catástrofe”. Qué visionarios estos abogados: no sólo omiten la presunción de inocencia que el derecho depara a Callejeros (y a cualquier inocente hasta que se demuestre lo contrario); además están convencidos de que sus recitales terminarán irremediablemente en tragedia.
Nuevamente, las “grandes ideas argentinas” se explican a través del miedo.

El regreso de Callejeros a los escenarios (nota: esto fue escrito con antelación a las furtivas apariciones posteriores con las que Callejeros volvió a los escenarios después de editar un disco que se vendía más caro que calzoncillos de Lennon en el Bed In) sigue ofreciendo datos para entender no sólo ese caso puntual, que excede al universo del rock. Porque la reacción de la sociedad ante Cromañón se parece tanto a la esbozada en otras oportunidades en las que los cambios vociferados terminaron siendo funcionales al statu quo preexistente. Luego del bochornoso “que se vayan todos” con el que buena parte de la sociedad expresó hasta dónde estaría dispuesta a llegar para que las cosas cambiaran (hasta el Chacho Alvarez volvió, sólo falta De la Rúa, y no olvidemos que el último candidato más votado en una elección presidencial fue… sí, ese mismo) ahora la idea renovadora de un grupo de padres afectados por una tragedia parece resumirse en la aniquilación de aquellos a quienes consideran responsables. Lo ambiguo es que, sin pretender hacer justicia por mano propia, exigen que la justicia de los estrados se amolde a sus manos.

Vamos de trampa

Y si de ambigüedades se habla, tampoco Callejeros se despacha con mensajes claros: plantean regresar a lo grande, con un show masivo y un gran negocio, pero al mismo tiempo escondiéndose a 1.300 kilómetros de las ruinas de Cromañón con lo cual le da cierta legitimidad a las susceptibilidades que no quiere herir.
Carente de nuevas ideas o formas de resolver problemas, cada parte sigue con su lógica. Los padres quieren imponer la lógica del dolor que justificó la destitución de Ibarra, la cárcel de Chabán y de la misma manera la desaparición de Callejeros. Y también es evidente que la banda ya no entiende otra forma de estar viva que la de alimentar el monstruoso negocio en el que, sin haberlo previsto, se convirtieron.

Huir al interior del país revela el dilema de Callejeros: saben que las cosas todavía no están para armar un show en Buenos Aires, a pesar de que casi todo su público está allí. ¿Solución? Después de todo son porteños y creen que nada pasa fuera de los límites de la General Paz, entonces se van de trampa a “un pueblito del interior donde no se entera nadie”. Sin embargo, el negocio a montar deberá tener, sin duda, repercusión nacional: todo el mundo deberá saber que Callejeros está vivo como negocio, porque hace rato que la banda dejó de ser otra cosa. ¿Acaso la única forma de demostrarse a ellos mismos si la llama del rock sigue viva es presentarse ante 15 mil personas? Es evidente que a esta altura, incluso para sus integrantes, la supervivencia de Callejeros como banda de rock es la supervivencia de Callejeros como negocio.
Se impone entonces un conflicto de intereses particulares que pretenden manejar a su gusto el ámbito público en el que se desarrollan. Un grupo de padres de las víctimas reclaman justicia siempre y cuando ésta se inscriba dentro de sus intereses y deseos elípticamente vengativos; los músicos reclaman su derecho a expresarse y trabajar, pero sin resignar ningún peldaño de los que había subido en el negocio del rock argentino. Pero esta puja sigue alcanzando a otros sectores de una sociedad que, a un año de la tragedia, también quiere que se imponga uno de sus intereses predilectos: mirar para otro lado.
El interés de Callejeros está dominado por el negocio. Un negocio que no parece haber cambiado mucho del que concluyó irresponsablemente con 192 muertos, del que subsistió aun con Chabán en la cárcel porque no era el único productor de rock; del que persistió con Callejeros en silencio porque no era la única banda taquillera. Un negocio que se alimenta, como todos, de una demanda, de un público ávido de comprar. Es un negocio aquello que vende mercancía a cambio de satisfacer una necesidad, sea esta la de ver un espectáculo, hacer pogo, vociferar letras, encontrar un espacio para colgar banderas o emocionarse, incluso prender bengalas. Más allá de todas las connotaciones sociales y culturales que lo atraviese, hay un negocio –y sería hipócrita negarlo-- detrás de toda manifestación popular que congregue a individuos como consumidores antes que como ciudadanos, aunque se trate de un banderazo en el Obelisco reclamando la autorización para hacer un show.
Y los negocios, en el capitalismo argentino, pueden terminar en tragedia, sea Cromañón, la disco Kheyvys o un bondi lleno de escolares rumbo a Bariloche. Negocios que mezclan lógicas explotadoras con necesidades de supervivencia, costureros bolivianos indocumentados con bandas de rock que recién comienzan, capitales simbólicos con poderes adquisitivos; vida y muerte con cortinas melosas o trágicas que los musicalizadores de TV eligen en función del rating.
Esa pátina de negocio es lo que enfurece a los detractores del show que, abogados mediante, dijeron en un astuto escrito judicial que los músicos de Callejeros pueden trabajar de cualquier otra cosa. Mientras tanto, parecen haberle tomado el gustito al lobby con el cual subliman su angustia mientras logran la adhesión de cada funcionario que prohíba la realización del show. Y la misma lógica del negocio fundamenta la respuesta de las autoridades, igual que cuando va una papelera a pedir permiso para instalarse. Calculadora en mano, se responde a la siguiente pregunta: ¿qué hay para ganar (léase votos, puestos de trabajo, coimas) y qué hay para perder? En este caso, el efecto Ibarra tumba la cuenta hacia el lado del no.

Prevenir es prohibir

Efecto Ibarra: hijos del rigor como buenos argentinos, los gobernantes con culo sucio –por miedo, ineficacia o corrupción, casi todos— anuncian una batería de medidas para prevenir tragedias en espectáculos públicos cuando lo que en verdad quieren evitar “un mal mayor”: quemarse políticamente al punto de ser destituidos en potencia. Este cuento es conocido, desde el forro hasta el estado de sitio: en la Argentina cuando se dice prevención se ejerce la prohibición, se tira la pelota a la tribuna, se barre todo debajo de la alfombra. Se desensilla hasta que aclare, pero así no aclara nunca.
Es triste que el rock no tenga otra respuesta que ofrecer, pero se entiende desde la lógica del negocio que hoy por hoy rige lo artístico. Así se comió Leon Gieco la censura del tema con el que quiso bancar a Callejeros y aceptó que el disco se siguiera vendiendo sin esa canción. Y así se come el rock este ataque contra la libertad de expresión, que va más allá de Callejeros, cuando se prohíbe un recital considerado peligroso sobre la base de prejuicios. ¿Acaso el rock también tiene el culo sucio?
La vuelta de Callejeros será una anécdota mientras persistan las condiciones que originaron tanto su gloria como su tragedia. Y si, como siempre, los cambios apuntan a que todo siga igual, esa soberbia hipocresía puede ser más peligrosa que un techo inflamable.


*Publicado en el periódico el eslabon en abril de 2006

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