Wednesday, November 22, 2006

10. Por una nueva cultura tributaria*

Últimamente se dice que, proliferación de las remakes, biopics y novelas filmadas en Holywood están dando la pauta de una crisis de ideas originales. Aparece, sí, cada tanto, un “ladrón de orquídeas” como Charly Kaufmann, pero ahora son tan extraños que parecen tan atomizados como las personas que no se sienten a gusto en este mundo. Es obvio que el camino que está tomando ese cine, de marcadas características a partir de sus condiciones de producción, es el de avanzar como loco sin tener idea de hacia dónde va. Y por alguna razón empiezan a pintar homenajes a la literatura futurista o a la vida de personajes de película.
Se puede hacer una analogía entre la supuesta falta de ideas del rock –en este caso el argentino-- actual y la proliferación en la escena de un novedoso subgénero de homenaje: el “tributo”. Pero no es cuestión de analizar el tributo como espectáculo evocativo, que los hay a montones buenísimos, sino la “idea” en el actual contexto de un reciclaje que ni siquiera pretende encubrir la falta de ideas. Como si el actual orden no hiciera necesaria la aparición de ideas que resistan a lo proclamado como dominante (ver “Andrés y el billikenismo ilustrado” en este mismo blog).
Pero sucede que el boom “tributario” esconde una paradoja dentro de la cultura rock, que siempre se caracterizó por fustigar al pasado. Por eso no queda otra que dudar del verdadero contenido de esta avalancha supuestamente revisionista.
Alguna vez los tributos fueron ideas ingeniosas con las que las discográficas ampliban su oferta. Una fórmula redondita: hay un desafío artístico para el músico que aborda una producción ajena para imprimirle su personalidad y eso es premiado con cierta difusión a partir de canciones conocidas, lo que equivale a entrar sin tocar timbre en el corazón del objeto del deseo. Por esa misma puerta abierta, el sello aprovecha para vender más discos y difundir a sus nuevos artistas y, cuando todo cierra, aparecen deliciosos experimentos que enriquecen las orejas compradoras. Tal vez la idea haya empezado con la buena recepción de aquellos tributos como el concierto de 30 años de Bob Dylan, verdaderos homenajes de héroes para héroes. Tal vez en un momento conviene empezar a reciclar los héroes…
Pero como toda buena fórmula, el tributo no puede escapar al bastardeo que los negocios le terminan imprimiendo al arte por responder a otra lógica en la que se confunde la creación con la producción. Y estos son tiempos confusos, mientras se erigen tributos a artistas vivos, muertos, tangueros, jujeños y eslovacos y ya sólo queda dudar de la sinceridad de esos halagos. Es así como del homenaje poco queda en un tributo, mientras éste va perdiendo su razón de ser y vira para el lado de la copia y la repetición.[1]
Sería mucho más fácil reconocer –algo que por otra parte es cierto-- que detrás del auge tributario no hay otra cosa que el negocio de vender chorizos preelaborados. Pero no hay sopa deshidratada que sobreviva en la góndola si nadie la carga en el changuito. Y el fenómeno este de homenajear va creciendo desde el voraz y previsible panorama discográfico hacia el escenario, un lugar distinto donde aún es posible distinguir entre lo real y lo virtual, aunque a muchos no les interese.
A pesar de su actual impronta comercial, el tributo no es un producto que encubre la falta de ideas sino que las revela. Es una ventanita por la cual mirar un presente en el que parece que ya no se trata sólo de encontrar una fórmula para producir sino, simplemente, convertir todo en una fórmula de reproducción. Como las canchas de fútbol 5 y los videoclubes, los tributos que hoy pululan por diversos escenarios encontraron su momento para salir a la luz y no es casual.
Resulta que los pibes tocaban covers y nadie les daba bola hasta que empezaron a recrearse como émulos de mitos que merecían ser mirados. La “impronta tributaria” fue lo que permitió a muchas banditas que su público dejara de tomar cervezas de espaldas al escenario para darse vuelta y encontarse en un show de “tributo a Pink Floyd” con pantalla ovalada. Y ahí, en medio de un show buenísimo, resultaba incómodo pensar en distinguir entre el mito y el émulo.[2]
Ya no se habla de cover sino de tributo u homenaje, y pareciera que el cambio de rubro terminó con viejos prejuicios. La banda que antes “robaba” con covers ahora “trabaja” con tributo y aspira, desde el plano de la reproducción y no de lo creativo, a ser respetada en el terreno artístico. Podríamos exagerar hasta ver aparecer con un disco de oro a un chabón que hace tributo a Charly García mientras imitador de De la Rúa se cobra una jubilación de privilegio. ¿Estamos lejos de eso?
Pero ojo, esto no es una visión apocalíptica que avizora un mundo de clones en el que todos cantan la misma canción, aunque no estemos lejos. Las prácticas culturales van cambiando y no hay que tenerle miedo a un boludo que saca fotos con el teléfono mientras se compra una juguera por televisión. Pero mirar a través del tributo tal vez sirva para ver mejor cómo se caen algunos de los estandartes que la cultura rock sigue esgrimiendo, como el de la autenticidad. Y algo debe ser confuso para que hoy que, al utópico amparo de la tecnología democratizadora, cualquiera graba un disco con sus creaciones en una computadora hogareña, proliferen pibes vestidos de Paul Stanley cantando temas de Kiss.
En rigor, el debate sobre la fórmula y la originalidad siempre fue parte de la historia del rock y sus mitos. Sin embargo, este último valor parece ir perdiendo metros en caminos artísticos cada vez más afectados por lógicas de producción que de creación.[3]
Paralelamente, la cultura rock compró (y vendió) la tergiversación que fue sufriendo el trabajo del artista hasta convertirlo en la proclama de ser “sólo un pibe de barrio que canta canciones” mientras vive en mansiones, anda en limusina, tiene intentos de suicidio y se pone piercing en el orto porque es rebelde. De pronto, la producción artística debe ser preparada para venderse en estaciones de servicio. Opacas, la lógica del “llame ya” inventa estrellas en segundos: ya no tienen nombres ni seudónimos, no importa lo que hacen, son eso, no tienen nada que hacer. Alcanza con pararlos en un escenario e iluminarlos con el rayo clonador que los disfraza por un momento de estrellas.
El tributo está expresando en la familia rockera nada menos que su crisis de personalidad. Mientras la fórmula industrial avanza sobre la creación artística, cada vez cuesta más distinguir entre sí a dos raperos o a dos bandas de ñü metal. Y si bien siempre hubo en la familia modas, tendencias, robos y copias las cosas estaban mucho más claras. Es el mito de la personalidad de la cultura rock lo que se cae en un espectáculo de tributo cuando a un artista le da lo mismo tomar prestada una vida ajena. Claro que esto no es obra de los que compran y venden el modelo homenajeador, esto va mucho más allá.
Alguna vez tenía que llegar el momento en el que la cultura rock empezara a dudar de sí misma. Ya lleva demasiado tiempo retroalimentándose del capitalismo como para seguir proclamándose exenta de sus prácticas de mierda que, hoy por hoy, se reflejan en sociedades conservadoras, excluyentes, monopólicas desde lo ideológico y carente de ideas de cambio. Todas estas expresiones atadas con el alambre del miedo, sin dudas la impronta del mundo globalizado de hoy.
Y, globalizada al fin, hoy la escena rockera argentina se debate ante la posibilidad de discutir o no su tendencia monopolizadora. Hay tributos tanto en un pequeño bar de terminal como en el próximo disco de los ultravendedores Miranda. Hay fórmulas, atajos y caminos permitidos de repetición, mientras quienes luchan por formas de expresión alternativas se ven cada vez asediados por la impronta dominante, por supuesto excluyente. Y el tributo que alguna vez se hizo a un artista es ahora el tributo a una fórmula. Así corre el rock, con un tremendo miedo a lo desconocido, mirando por el retrovisor a aquello que está bueno porque ya dio resultado. No es otra cosa, este autotributo del rock, que una buena metáfora para expresar sus miedos.


[1] (Hay que recordar que la cultura rock tiene entre sus emblemas el de la autenticidad promovida con Los Beatles y sus canciones propias, lo cual fue y sigue siendo una patada en el orto para las lógicas productivas de las compañías. El rock se cimentó con millones de songwriters de garaje devenidos en artistas rockers como Charly García, que se expresa tanto con una canción como tirándose a la pileta desde un piso 8).

[2] (Este revival le está dando al viejo y nunca bien ponderado cover una legitimidad que antes no conseguía entre los ideales del artista de rock. Hoy la bandera de lo auténtico se enarbola toda mojada de hipocresía. Hoy la autenticidad del rock no es más creíble que la del tributo, pegado a la misma hipocresía. Basta con ver la promoción del Quilmes Rock (al margen, qué indigesta combinación de palabras…) apelando a la autenticidad por sobre la “música prefabricada” para que quede en la boca un amargo sabor. De pronto, Juan Quilmes –desde hace tiempo con domicilio en Brasil—ofrece su “auténtico” catálogo que incluye la Imperial, la Bock, Catupecu, Cerati, la nueva pseudoartesanal Stout, la latita y el descubrimiento de Iggy Pop).

[3] (Esta teoría podría ser rebatida nombrando un par de músicos que cada tanto aparecen marcando otra tendencia y eso puede responder a esa costumbre del mundo del rock de realimentarse con el reciclaje de sus propios mitos. Este doble discurso que muestra a Calamaro, por ejemplo, rebelándose contra los cánones de la industria y sacando cinco discos en uno como si se tratara de un acto de valentía artística. Pero es una costumbre del mercado, la de cobrarse por igual los goles a favor y los goles en contra).

*Publicada en el periódico el eslabon en septiembre 2006

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