Friday, September 15, 2006

7. Treinta años (una historia de simuladores)*

Noche de debut, un austero recital en un pequeño bar. Los pibes juntan los instrumentos medio pelo que se fueron comprando para empezar, dos o tres proyectos de canciones propias y una veintena de covers entroncados en la genealogía de los Ramones y sus derivados surgidos en los últimos treinta años. Nada menos que treinta años. El punk abraza y conecta a los chicos, y un pogo muy al alcance de la mano asoma en el horizonte de las próximas horas como lo mejor que podría suceder. Y claro que sucede, la excitación hierve en granos y hormonas, después a dormir. El pogo seguirá el lunes, en los recuerdos comentados que se arremolinarán en el primer recreo. Y seguirá después, el mismo pogo, hasta que el deseo se transforme en otro pogo.
Es un recital, e incluso se cobra una entrada de tres mangos que tiene más de simbólica que de onerosa, pero que vale como precio a pagar por lo que se va a buscar. La música no parece ser lo más relevante, según la oreja que la escuche, pero las canciones se suceden como himnos. Muchas son en inglés, y es tan atinado como increíble pensarlas como chips de transmisión cultural que han ido dejando semillas en diferentes generaciones de chicos en los últimos treinta años. Viajeras en el tiempo y en el espacio que plantaron e izaron banderas desde Europa del Este hasta Sudamérica, tal vez con distintos tiempos de maduración, de la mano particulares circunstancias socioculturales y políticas. No vale la pena detenerse a pensar, entonces, en lo desafinado que suena “The KKK took my baby away” (“El Ku Klux Klan se llevó a mi chica”, creo que de The Ramones, banda pionera del punk americano, pero sobre todo del punk sudamericano, aparecida en los clubes neoyorquinos allá por el 76, creo).
Los chicos tocan realmente mal, y lo cierto es que parecen darse cuenta. Son un desastre, si se entiende la música sólo como una forma de combinar sonidos en función de ciertas normas. Uno toca más rápido, después baja, no hay tempo, no hace falta. No hay todavía una conciencia grupal en el sentido de que todos los instrumentos tienen que estar de acuerdo para empezar y terminar cada compás, un marco referencial conjunto sobre el cual alterar esa lógica pero por elección y no por error. No se sabe –nadie se los dice y no parece importarles-- que ese acuerdo entre los componentes de una base rítmica sirve para optimizar la potencia y la energía buscada.
No. Los chicos tocan las canciones que se aprendieron de memoria cada uno por su lado. Podría pensarse, sin darle demasiada bolilla al asunto, que todavía no hicieron el tránsito de la masturbación --sexual o musical-- al acto –sexual o musical—de compartir. Pensar así podría implicar no entenderlos del todo, o por ahí sería pretender que nada pasó en los últimos treinta años.
Tampoco es momento (son las 3 de la mañana y en este bar hay mucho ruido) de elegir pensar qué pasó en los últimos treinta años en el mundo que vio trasplantarse la semilla punk por todo el mundo y verlo re-germinar de las formas más insólitas desde los jardines más pobres del primer mundo hasta los patios traseros más ricos del planeta.
Este recital punk es tan parecido a los que se ven en las películas sobre los recitales punks de Europa. Quién sabe de dónde aprendieron estos chicos el pogo. Y ese de la cresta, ¿irá a la escuela todavía?
El escenario es bajito. Mejor, así todos pueden subir más fácil. El micrófono pasa de boca en boca como la botellita en el juego de la ídem. Como dentro de un par de años pasará un porrito. La expresión, la acción de expresarse, es algo que parece compartirse, pero ninguno de los pibes parece demasiado interesado en lo que hace o dice otro. Si el cantante tira un tema propio no le importa a nadie, y si canta uno conocido el tema vale mucho más que quien lo canta. Tal vez sea por esa falta de interés en lo que hace el de al lado que todo suena tan mal, y no importa.
Pero ojo: no todo parece corresponderse con la alegría que se transpira en ese rito. Hay cierto tufillo a perentorio que reina en el ambiente. Parece que, de alguna manera, los chicos están mintiendo: el momento que están viviendo, por alguna razón, no lo sienten propio. Parece tan impuesto como prestado, no termina de ser incomprensible. Encerrados en el placard del otro.
No lo saben, nunca lo imaginarían, pero están simulando. Algo que jamás harían pero que no dejan de hacer desde que son bebés. La simulación que va extendiendo su manto tan poco punk –tratando de dejar de lado las poses, cosa que no muchos punks se bancan de verdad-- por toda la posmodernidad.
Simulando como en los videojuegos en los que la vida y la muerte se resetean poniendo una ficha más o –un aggiornamiento de lo mismo—pagando una hora más en el ciber. Simulación que ya puede usarse para coger. La simulación de la guerra misma que se ve por tevé. La simulación de la guerra por otros medios que reemplazó, en la forma de competencias deportivas, a la política. La simulación de la música perfecta que sale de los programas de edición de audio. La simulación de ser una estrella pop, o un american latin idol, o el más banana del karaoke. Simular un placebo para nuestros deseos y que a nadie se le ocurra más que eso.
La simulación de ser punk en la Argentina a los 15 años, como fueron los hermanos mayores de quienes nada se sabe, como fue tal vez papá, treinta años antes. No se puede dejar de ver esa frustración detrás de las caras de alegría de los pibes que se castigan obligados a sentirse felices en un pogo que comenzaron diez felices ingleses desocupados que no necesitaban a ir a pegarle a la reina que les bancaba el seguro de desempleo.
Si hay en común entre los primeros punks y estos es la consigna de “no hay futuro”. Años atrás remitía a una moción para morir joven, porque era lo mismo un sarcófago que una oficina de traje y corbata, y seguramente la mayoría habrá muerto con una corbata. También la consigna de “no future” parece estar detrás de estos pibes argentinos, treinta años después, pero porque no hay pasado, porque no hay historia que respalde o eche por tierra las melodías que hoy están gritando con la voz en cuello. Los siempre proclamados ideales en el punk –ni los que causan admiración, ni los que dan risa-- no se ven en este recital, en el que no pasan de ser meros enunciados repetidos y automáticos en los que a esta altura no cree ni un pibe de 15 años.
Uno sabe que en algún momento estos chicos van a crecer. Algunos van a terminar de saco y corbata, tal vez otros sigan curtiendo una cresta hasta que puedan. Pero sería bueno pensar que algunos de estos punkies posmodernos podrán encontrar el camino de ajustar lo que simulan hacer con lo que desean hacer. Que el bajista, el baterista y el guitarrista se van a poner de acuerdo para que el bajo, la batería y la guitarra los exprese como una banda de punk rock o lo que prefieran, y no como un mero rejunte de pajeros que se conforman con hacer una gran paja en sincro –ojo, una paja en sincro no siempre es una paja colectiva-- mientras otros pajeros saltan en un pogo infantil y el sonidista no puede dejar de bostezar.
Entonces pienso que en estos últimos treinta años no pasó nada, que los paradigmas que cayeron no lo hicieron en vano, que la utopía de la igualdad puede ser reemplazada por algo más copado que la utopía del consumo, que el avance de la tecnología comunicacional puede ayudar a comunicarnos en lugar de aislarnos en una comunidad de otarios. Que el conocimiento no está demás, que no sólo es para los poderosos y que se adquiere a través del tiempo. Y que a través del tiempo va transcurriendo una historia que nos determina, tanto ayer como mañana, dos entelequias que a pesar de Francis Fukuyama siempre van a existir.

* Publicado en el periódico el eslabon en julio de 2006

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