15.- Simon Says parte II: el chinito que canta la de Ricky Marketing*
En el número anterior de el eslabón Tomás sanateaba sobre American Idol y todos esos realities y demás yerbas globalizadas que consisten en pretender fabricar artistas en serie como si fueran la frutilla del polirrubro en el que devinieron las multinacionales abocadas a la industria del entretenimiento. Y prometió seguir, Tomás, quién sabe con qué, en virtud de los tiempos cruciales que se viven en el planeta Tierra a merced de un cambio climático originado, entre otras cosas, por la misma lógica: esa que algunos llaman “capitalismo salvaje” aunque a esta altura más parece un “salvajismo capitalista”.
No quiere Tomás que lo confundan con un apocalíptico demodé que le tiene miedo al paso del tiempo mientras ve a su hijo adolescente insistir en que “vayan” se escribe “vallan” en virtud de la posmoderna regla ortográfica “e-lo-mismo”, no. Tomás considera que el avance tecnológico es, como la cumbia, algo que puede servir tanto para el bien como para el mal, según la orientación que le dé la intervención humana. Tampoco puede Tomás definir qué es el bien o el mal, pero no por nada vive en un planeta que, merced a un cambio climático originado entre otras cosas en la exacerbación exponencial de la pelotudez como ideología dominante, está hasta –nunca más oportuna la metáfora-- al horno.
El Big Bangs.
William Hung es un estudiante de ingeniería de la prestigiosa Universidad de Berkley que, inspirado en el arte de Ricky Martin desarrolló dudosas cualidades para el canto y la danza. Nacido en Hong Kong, tenía 19 años en 2004 cuando probó suerte en American Idol (ver eslabon de abril 07 o http://www.rockalmargen.blogspot.com/). Tal vez ni siquiera pretendía probar suerte, sino que le pareció interesante ir a cantar a la tele.
Frente al jurado del adorable y demoníaco Simon Cowell, la patética Paula Abdul y el insípido Randy Jackson, Will cantó “She Bangs”, una inexorablemente horrenda canción del boricua (tan fea como “La Vida Loca” o cualquier otra). Y tras 25 segundos de perfomance a capella, Simon pateó, como siempre, la verdad de punta al ángulo: “You can’t sing, you can’t dance, ¿qué me podés decir?”, tiró a matar el creador de Il Divo.
Tal vez bastante sordo, pero no cagón, Hung retrucó en su gangoso inglés: “I’ve do my best, I have no professional training”. “Ajá, ¿en serio? mirá vo, es la sorpresa of the century”, dijo Simon. Pasó el que seguía, y esa noche Cowell se fue a dormir, como siempre, victorioso.
Pero al día siguiente William Hung era una estrella.
Claro, los amigos del freaky chinese salieron a bancarlo por Internet, le hicieron un sitio web, después otro y pronto, como si no hubiera otra cosa para hacer en este mundo, llegaría la grabación de disco con She Bangs. Como no podría ser de otra manera, William tiene fans que se ríen al escucharlo. Vende toneladas de merchandising y hasta terminó yendo al programa ¿periodístico? de Larry King. Obvio, mientras no paraban de facturar, los amigos de Will lo promocionaban como “la leyenda del canto y de la danza” y el pibe empezó a aparecer en todos lados cantando a capella como un mono que aprendió a hablar, pero que todavía no canta. Pero es divertido y persistente. Y vende, dicen que 500 mil discos. En la Argentina Hung ya estaría en el top de la TV como columnista descartable de Intrusos.
Los medios.
El lugar de William Hung en la Historia Universal del Carajo comenzó a forjarse miles de años atrás. A un chabónUn antecesor de Will, tal vez adelantándose a la inclinación de “la leyenda del canto” de Berkley por la ingeniería, se le ocurrió hacer una rueda que lo ayudara a llegar hasta la casa de su tía allende las montañas antes de que se pusiera el sol y la fría noche del desierto se lo morfara. La rueda, ¿como ahora Internet?, le permitía recorrer más kilómetros en menos tiempo y con menos esfuerzo, lo cual venía siendo necesario a medida que el mundo parecía agrandarse.
Esa pobre e inocente rueda fue concebida como una forma de ampliar artificialmente las posibilidades del cuerpo humano. Artificialmente porque son artificios (también llamado artefactos) los que permiten que el cuerpo humano pueda llevar 500 kilos de algo; en este caso, un carrito con ruedas y tracción.
Después vino lo que todos sabemos. Algunos lograron dotar a la rueda de tracción a motor mientras que otros siguieron con la tracción a sangre. La evolución, por cierto dispar, de la rueda fue conocida con el --a esta altura dudoso—nombre de “desarrollo”.
Resumida historia del desarrollo.
Siglos después de la rueda, el hombre ya había aprendido a manejar y fabricar la energía para moverse, abrigarse, hacer casas, coches, fabricar herramientas que le permitieran fabricar más cosas para fabricar y después vender. Un día quiso vender más y para eso debió fabricar más, y así empezó a fabricar cosas que servían para fabricar más cosas. Cuando ya no sabía qué fabricar para fabricar para vender se le ocurrió fabricar productos para descansar, divertirse y, por qué no, para meterse en el culo cuando nadie lo miraba. Así llegó al momento en que empezó a ganar plata fabricando productos para que alguien se metiera en el orto y otros pagaran por mirarlos. En el fondo, todos los productos e ideas terminan en el mismo embudo, en el mejor producto jamás fabricado y más vendido de la historia: la necesidad de consumir.
La lógica evolución de la industrialización se encaminó, en algún momento, hacia la producción en serie: autos, zapatillas, vasitos de plástico, discos y, ¿por qué no?, artistas. Pero, sin reavivar el debate de lo que la Escuela de Francfurt criticaba sobre la producción en serie de obras de arte, que convendría releer en estos tiempos (esto es un mensaje del alter ego para quien escribe), Tomás se resiste a calificar como artistas a todos los cantantes, bailarines, actores, etc que emergen al final de la cinta de producción. Si quieren llámenlos estrellas, “stars”, como también se les dice, pero un artista tiene que ser otra cosa que un producto pergeñado para vender. ¿Está equivocado?
Fábrica de estrellas.
Está muy claro que no es nuevo lo de inventar artistas. Cantantes, actores, lindos o feos, ex modelos, deportistas aburridos que no saben qué hacer con la plata, los últimos 50 años de la historia del espectáculo se orientaron tornar cada vez más difusas las fronteras entre arte y entretenimiento. ¿Por qué un artista tiene que se exitoso y por qué ese éxito pasa casi exclusivamente por un reconocimiento que se interpreta cuantitativamente en función de lo que vende? ¿Es eso lógico? Por supuesto que sí, aunque uno puede objetar los preceptos de esa lógica, bastante dominante por cierto.
Su propia voracidad hizo que la industria del entretenimiento creciera tanto al punto que nada le es ajeno. Al no quedar nada que comer, se empieza a explotar a sí misma y a reproducirse como chicotazo. Cuando todos pensaban que nada habría después de saturar y aburrir con clones de Ricky Marketing, el nuevo espectáculo es el modo de fabricación. Pero eso no sería un problema para Tomás, sino fuera porque parece haber una audiencia muy a la expectativa de quién será el próximo mono freak o clon de Cristina Aguilera a quien se alabará durante cinco minutos. Millones de personas supuestamente ávidas por consumir un producto basado en las leyes de exclusión y supervivencia del más apto, atrincherados a salvo en el telehogar, cagándose de risa de las desventuras ajenas ignorando a la velocidad del chat cuánto tienen de propias.
Fue entonces la rueda, lo primero. Donde termina una prolongación artificial del cuerpo empieza la próxima, todo basado en las necesidades del “homo consumidoris de merdi”. Si hasta los viajes al espacio ya van teniendo su impronta turística. Y Sony fabrica todo: la compactera y el CD para escuchar en ella, el televisor y el canal para mirar; el espectáculo y, por qué no, las “estrellas” que cantan, bien o mal, como William Hung (o la hija de Calabró).
Sería inocente creer que a Simon Cowell le salió el tiro por la culata cuando defenestró al tímido postulante de American Idol. William Hung no sabrá cantar ni bailar, pero sirve para vender. Igualito que el Ricky Marketing… Hasta el mes que viene.
** Ricky Marketing es un nombre que le choreé a mi amigo José Pépito Ianniello
* Publicado en el eslabon de mayo 2007
No quiere Tomás que lo confundan con un apocalíptico demodé que le tiene miedo al paso del tiempo mientras ve a su hijo adolescente insistir en que “vayan” se escribe “vallan” en virtud de la posmoderna regla ortográfica “e-lo-mismo”, no. Tomás considera que el avance tecnológico es, como la cumbia, algo que puede servir tanto para el bien como para el mal, según la orientación que le dé la intervención humana. Tampoco puede Tomás definir qué es el bien o el mal, pero no por nada vive en un planeta que, merced a un cambio climático originado entre otras cosas en la exacerbación exponencial de la pelotudez como ideología dominante, está hasta –nunca más oportuna la metáfora-- al horno.
El Big Bangs.
William Hung es un estudiante de ingeniería de la prestigiosa Universidad de Berkley que, inspirado en el arte de Ricky Martin desarrolló dudosas cualidades para el canto y la danza. Nacido en Hong Kong, tenía 19 años en 2004 cuando probó suerte en American Idol (ver eslabon de abril 07 o http://www.rockalmargen.blogspot.com/). Tal vez ni siquiera pretendía probar suerte, sino que le pareció interesante ir a cantar a la tele.
Frente al jurado del adorable y demoníaco Simon Cowell, la patética Paula Abdul y el insípido Randy Jackson, Will cantó “She Bangs”, una inexorablemente horrenda canción del boricua (tan fea como “La Vida Loca” o cualquier otra). Y tras 25 segundos de perfomance a capella, Simon pateó, como siempre, la verdad de punta al ángulo: “You can’t sing, you can’t dance, ¿qué me podés decir?”, tiró a matar el creador de Il Divo.
Tal vez bastante sordo, pero no cagón, Hung retrucó en su gangoso inglés: “I’ve do my best, I have no professional training”. “Ajá, ¿en serio? mirá vo, es la sorpresa of the century”, dijo Simon. Pasó el que seguía, y esa noche Cowell se fue a dormir, como siempre, victorioso.
Pero al día siguiente William Hung era una estrella.
Claro, los amigos del freaky chinese salieron a bancarlo por Internet, le hicieron un sitio web, después otro y pronto, como si no hubiera otra cosa para hacer en este mundo, llegaría la grabación de disco con She Bangs. Como no podría ser de otra manera, William tiene fans que se ríen al escucharlo. Vende toneladas de merchandising y hasta terminó yendo al programa ¿periodístico? de Larry King. Obvio, mientras no paraban de facturar, los amigos de Will lo promocionaban como “la leyenda del canto y de la danza” y el pibe empezó a aparecer en todos lados cantando a capella como un mono que aprendió a hablar, pero que todavía no canta. Pero es divertido y persistente. Y vende, dicen que 500 mil discos. En la Argentina Hung ya estaría en el top de la TV como columnista descartable de Intrusos.
Los medios.
El lugar de William Hung en la Historia Universal del Carajo comenzó a forjarse miles de años atrás. A un chabónUn antecesor de Will, tal vez adelantándose a la inclinación de “la leyenda del canto” de Berkley por la ingeniería, se le ocurrió hacer una rueda que lo ayudara a llegar hasta la casa de su tía allende las montañas antes de que se pusiera el sol y la fría noche del desierto se lo morfara. La rueda, ¿como ahora Internet?, le permitía recorrer más kilómetros en menos tiempo y con menos esfuerzo, lo cual venía siendo necesario a medida que el mundo parecía agrandarse.
Esa pobre e inocente rueda fue concebida como una forma de ampliar artificialmente las posibilidades del cuerpo humano. Artificialmente porque son artificios (también llamado artefactos) los que permiten que el cuerpo humano pueda llevar 500 kilos de algo; en este caso, un carrito con ruedas y tracción.
Después vino lo que todos sabemos. Algunos lograron dotar a la rueda de tracción a motor mientras que otros siguieron con la tracción a sangre. La evolución, por cierto dispar, de la rueda fue conocida con el --a esta altura dudoso—nombre de “desarrollo”.
Resumida historia del desarrollo.
Siglos después de la rueda, el hombre ya había aprendido a manejar y fabricar la energía para moverse, abrigarse, hacer casas, coches, fabricar herramientas que le permitieran fabricar más cosas para fabricar y después vender. Un día quiso vender más y para eso debió fabricar más, y así empezó a fabricar cosas que servían para fabricar más cosas. Cuando ya no sabía qué fabricar para fabricar para vender se le ocurrió fabricar productos para descansar, divertirse y, por qué no, para meterse en el culo cuando nadie lo miraba. Así llegó al momento en que empezó a ganar plata fabricando productos para que alguien se metiera en el orto y otros pagaran por mirarlos. En el fondo, todos los productos e ideas terminan en el mismo embudo, en el mejor producto jamás fabricado y más vendido de la historia: la necesidad de consumir.
La lógica evolución de la industrialización se encaminó, en algún momento, hacia la producción en serie: autos, zapatillas, vasitos de plástico, discos y, ¿por qué no?, artistas. Pero, sin reavivar el debate de lo que la Escuela de Francfurt criticaba sobre la producción en serie de obras de arte, que convendría releer en estos tiempos (esto es un mensaje del alter ego para quien escribe), Tomás se resiste a calificar como artistas a todos los cantantes, bailarines, actores, etc que emergen al final de la cinta de producción. Si quieren llámenlos estrellas, “stars”, como también se les dice, pero un artista tiene que ser otra cosa que un producto pergeñado para vender. ¿Está equivocado?
Fábrica de estrellas.
Está muy claro que no es nuevo lo de inventar artistas. Cantantes, actores, lindos o feos, ex modelos, deportistas aburridos que no saben qué hacer con la plata, los últimos 50 años de la historia del espectáculo se orientaron tornar cada vez más difusas las fronteras entre arte y entretenimiento. ¿Por qué un artista tiene que se exitoso y por qué ese éxito pasa casi exclusivamente por un reconocimiento que se interpreta cuantitativamente en función de lo que vende? ¿Es eso lógico? Por supuesto que sí, aunque uno puede objetar los preceptos de esa lógica, bastante dominante por cierto.
Su propia voracidad hizo que la industria del entretenimiento creciera tanto al punto que nada le es ajeno. Al no quedar nada que comer, se empieza a explotar a sí misma y a reproducirse como chicotazo. Cuando todos pensaban que nada habría después de saturar y aburrir con clones de Ricky Marketing, el nuevo espectáculo es el modo de fabricación. Pero eso no sería un problema para Tomás, sino fuera porque parece haber una audiencia muy a la expectativa de quién será el próximo mono freak o clon de Cristina Aguilera a quien se alabará durante cinco minutos. Millones de personas supuestamente ávidas por consumir un producto basado en las leyes de exclusión y supervivencia del más apto, atrincherados a salvo en el telehogar, cagándose de risa de las desventuras ajenas ignorando a la velocidad del chat cuánto tienen de propias.
Fue entonces la rueda, lo primero. Donde termina una prolongación artificial del cuerpo empieza la próxima, todo basado en las necesidades del “homo consumidoris de merdi”. Si hasta los viajes al espacio ya van teniendo su impronta turística. Y Sony fabrica todo: la compactera y el CD para escuchar en ella, el televisor y el canal para mirar; el espectáculo y, por qué no, las “estrellas” que cantan, bien o mal, como William Hung (o la hija de Calabró).
Sería inocente creer que a Simon Cowell le salió el tiro por la culata cuando defenestró al tímido postulante de American Idol. William Hung no sabrá cantar ni bailar, pero sirve para vender. Igualito que el Ricky Marketing… Hasta el mes que viene.
** Ricky Marketing es un nombre que le choreé a mi amigo José Pépito Ianniello
* Publicado en el eslabon de mayo 2007


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