Saturday, August 22, 2009

21. ¿Crisis de sobreproducción?

Parece que la escena rockera rosarina experimenta un momento en el cual puede leerse cómo es afectada, aún primitivamente, por la crisis de sobreproducción del capitalismo. En la escena ponemos al público, a la producción de espectáculos en general y a los músicos, los únicos que más allá de las vueltas de la vida son los que suben al escenario. Como actores secundarios están los medios, que en Rosario no pueden ir mucho más allá de su cholulismo desoxirribonucleico y que cuando se trata de rock, en general, van siempre detrás.
Este panorama le recuerda a Tomás momentos vividos en torno al quilombo de 2002, tal vez por eso de la caída de los modelos. Pero cambiaron muchas cosas en tan poco tiempo, como para que en el fondo todo pueda seguir estando como siempre.

El público

Uno de los fenómenos culturales que se plasmó en 2002 fue la vuelta a los localismos. El corralito que afectó a algunos y salpicó a todos podría ser una buena metáfora del encierro que sufrió el inconsciente colectivo, atomizado y aislado hasta en las monedas que cambiaban de provincia en provincia. Un permanente clima sofocante, como en esas tardes en las que todo está perdido y uno advierte por primera vez en años que la vecina está bastante buena. El típico localismo del que no puede ir a ningún lado.
Muchos pibes iban a ver a bandas rosarinas que, iluminadas por el único spot que quedaba sano, fueron por su oportunidad. Parecía que el cielo por tocar seguía en Buenos Aires, pero estaba más cerca. El localismo, ese reagrupamiento transitorio de la crisis, tuvo entre sus emergentes a una cultura que le pegó una buena zamarreada al rock: el aguante. En Buenos Aires, por ejemplo, llegó a concebir una expresión estética como el rock barrial, con sus rituales de cancha tan cuestionados desde el lado (autoconsiderado) artístico del rock. Relaciones sociales montadas sobre las migajas que el saqueo del menemismo había dejado, sobreestimaciones típicas de períodos de escasez. Un campo propenso para mentiras y buitres que no dejarían pasar la primera oportunidad para volver a dominar el partido.

Los productores

El localismo coincidió con la crisis del centralismo presidencial, que había instalado un marco federaloso basado en el aislamiento de Buenos Aires, a la espera de que el resto del país recuperara el oxígeno para volver a instaurar la relación parasitaria que caracteriza a “lo nacional”. La delirante reactivación económica que siguió al derrumbe le puso a la revalorizada escena local puso el mote de mercado, aunque más no fuera un pequeño almacén que aceptaba lecops. Así se pudo mantener el cuerpo caliente en pleno invierno y, apenas se acomodaron un par de cosas más, el rock rosarino por fin tuvo su propio mercado con sus propias características, en general menos barriales.
Pero el localismo no formaba parte del plan y las fuerzas unitarias que esperaban el primer tropezón se reagruparon a partir de Cromañón, una tragedia exclusivamente porteña que se nacionalizó. Esa tragedia colocó al rock barrial como chivo expiatorio de un mercado que crecía a costas suyas, más allá de que es cierto que Callejeros se mordió la cola. En la confusión, el Estado embarraba la cancha a los espacios habituales del rock a favor de productoras vinculadas con el poder cultural (sobre todo en Buenos Aires) y así los vientos oligopólicos porteños no tardaron en propagarse en forma de festivales profilácticos en todo sentido: debían estar dotados de la máxima seguridad, profesionalismo y luminarias, todo diseñado en función de las necesidades porteñas y de sus ordenanzas que se replicaban ridículamente en todo el país.
Los festivales condensaban todas las miradas y crecían, se expandían y más allá de intentos por llevarlos a algunos pueblos amparados por la guita del campo al final todos conducían a Buenos Aires. La lógica festivalera, a caballo de las grandes marcas que siguen dividiendo el mapa argentino entre Capital, Gran Buenos Aires y “el Interior”, se apropió de la escena rockera y pronto los mercados locales serían incoporados –en desmedro del localismo—al panorama tan cínicamente llamado “nacional”. La lógica histórica había sido recuperada con su típica forma de centralismo.
El centralismo quita e impone. En el mejor de los casos, reparte. Las productoras porteñas se habían comido a la cultura del aguante y pronto llegó el momento de vomitarla con ringtones de los Jóvenes Pordioseros. La lógica festivalera que se basa en la concentración, la acumulación y el ninguneo tuvo su correlato con la consolidación del esquema oligopólico de medios. La producción local de espectáculos volvió a su actividad favorita de importar shows “aprobados” por Buenos Aires, de esos que en los medios locales resultan más interesantes porque es más fácil copiar esquemas. La cosa anduvo más o menos bien mientras las variables económicas permitían resolver las tensiones entre la oferta, la demanda y los bolsillos.

Los músicos

La inercia de ese par de años de optimismo en los que el rock rosarino experimentó algo parecido a un mercado local mantuvo a la producción de las bandas rosarinas en una lucha por levantar la calidad de sus espectáculos. Hubo inclusive un mainstream con ribetes de movimiento entre los músicos, con intentos de asociación e intercambio, pero no todos supieron comprender dónde estaba la diferencia entre el mundo del arte y el del espectáculo, ese talón de Aquiles que el rock siempre supo mostrar –con iguales dosis de sinceridad e hipocresía— a lo largo de su historia mundial.
El mercado rosarino tuvo el apoyo de algunos medios emergentes vinculados más por afinidades y amistad que por negocios, a su vez alimentados por seguidores dispuestos a refrendar el “made in Rosario”. A eso se sumaba una coyuntura favorable generada por la Municipalidad desde el marco del Congreso de la Lengua, cuando incluyó al rock en esa agenda cultural que se convertiría en uno de los ejes de su movida proselitista y el rock respondió con una escena artísticamente pujante y variada.

La escena

Estos actores se ven ahora ante una nueva encrucijada, de esas de las que tanto se ha nutrido el arte como expresión de lo que sucede entre las personas. Parece que cambió el veranito, ¿qué pasó? Todavía es temprano para ver si se trata del huevo o de la gallina, pero hay un innegable ambiente de malaria que se asoma por las fisuras de la burbuja de sobreproducción que explotó en esta escena, una burbuja no tan importante como la estafa inmobiliaria de los yankis ni comparable a las timbas occidentales en el sudeste asiático, aunque con la misma lógica impulsada por el carácter angurriento de los mercados, que no se retiran hasta que el último borracho les dice que la materia es impenetrable y no hay lugar para todos.
Hoy en Rosario hay una agenda planificada desde el año pasado sobre una ilusión de bonanza que parece que se encontró un paredón tan grande como el horizonte con el que se topó el protagonista de Truman Show. La maquinaria vino por más, pero parece que la sobreoferta de espectáculos no encuentra bolsillos dispuestos a darles de comer. Parece que, al final, más que una buena plaza para el desarrollo del negocio del rock, Rosario no es otra cosa que la ciudad donde Peter Gabriel rompió su record negativo de entradas vendidas.
¿Y quién no se comió el amague? Todos quisieron jugar ese juego en el que se reparte plata y la mayoría se queda con las manos vacías. Mientras tanto, el público que debía renovar el mercado rosarino del rock era tentado por las mismas empresas que esponsorean los festivales para sumarse a nuevas formas de consumo que sembraron de dispositivos digitales el campo de las relaciones sociales, con una matriz basada en la creación de comunidades de consumidores.
Puede decirse que el sueño rockero del bolichito propio terminó para los que estaban en lista de espera. La sobreproducción saturó un mercado que no tenía más alimento que una histeria adolescente que en la primera de cambio abandonó el CD por el mp3 y quién sabe cómo se relacionará en el futuro, desde las trincheras de los shoppings y chat rooms, con aquella expresión colectiva llamada rock. Por lo pronto, el festival de Shakira y su familia compartida por Alejandro Sanz, Ricky Marketing, Cerati, Fito, Babasónicos y Ricardo Montaner es la muestra más clara del plan por el que optó una industria a la que no le importe que la música por celular suene para el orto siempre y cuando sirva para facturar.
Pero si el sueño terminó, piensa Tomás, es hora de despertar. La música es un lenguaje universal que ha sabido alumbrar reacciones a los dictados del mercado. El rock es un arte espectacular que no tiene por qué sucumbir ante los formatos y leyes del espectáculo. Hijo del marketing tanto como de la resistencia, algo tendrá para decir el rock sobre estos tiempos de zozobra. Es la oportunidad para crear o para volatilizarse en un ringtone. Los caminos se aclaran con las crisis, aunque siguen siendo más cómodas aquellas decisiones que llevan a comerse amagues.

*Publicada en El Eslabon de mayo 2008

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