Saturday, August 22, 2009

20. Tributame otra vez

“Chau, me voy al recital de Metallica”, le dice Tomi a Tomás con esa naturalidad ingenua y soberbia que sólo un adolescente de 16 años puede aplicar a todo lo que va descubriendo y eligiendo. Y parte nomás, apenas suelto de riendas el mocoso, con un par de amiguitos ardientes de acné hacia un pequeño bar cercano al parque Independencia. “Ustedes saben que Metallica no va a estar tocando ahí, ¿no?”, bromea perplejo y temeroso Tomás. La respuesta de Tomi: una mirada filosa, corta y sonriente no lo tranquiliza del todo. Claro que el púber sabe de la ausencia de Metallica en el show de Metallica al que está por asistir. “No es boludo, lo peor de todo es que lo sabe”, se queda pensando Tomás mientras su vástago sigue forjando su musculatura en un extemporáneo pogo.
Tomás siente estar ante una figurita repetida (ver “Por una nueva cultura tributaria” en www.rockalmargen.blogspot.com) pero hay detalles en este nuevo campo minado de bandas tributo que lo incitan a restregarse los ojos: ya no se trata sólo de “Bandas Beatle” (un género mundial impulsado en la Argentina por los uruguayos Danger 4 hace 25 años) o de grandes íconos de los 70 recreados en función de las necesidades de fanáticos, arriba y abajo del escenario. Tampoco de un gran negocio de exportación; al parecer el “tributo” ha llegado hasta el más ignoto escenario rosarino y, también al parecer, viene a cumplir con la misión más urgente que determina la escena rockera desde hace unos años: la venta de porrones.
Otra vez será necesaria la aclaración: Tomás no pretende cargar contra los músicos que por razones laborales, artísticas o emocionales emprenden una banda que recrea la producción y estética de algún número consagrado o no por la historia del rock. Es cierto que Tomás cree ver en esto una nueva versión de la reproductibilidad técnica en la cual el mercado (esa pecera en la que vivimos, donde los peces gordos se comen a los chicos pero primero los engordan), ante la falta de rentabilidad de los objetos de arte, se lanzan a reproducir “artistas”. Pero es la lógica, y no la peluca necesaria para tocar como Brian May, lo que le molesta a Tomás. ¿A qué estamos jugando cuando un pibe de 16 años se va “convencido” a ver a Metallica, aunque sabe que en el mejor de los casos encontrará un buen imitador de su ídolo James Hetfield? Eso no es rock, ¿o sí?

Ayer nomás

Las bandas tributo en la Argentina tuvieron su auge al cruzarse dos nostalgias en una esquina: el fin de la convertibilidad, que cortó abruptamente con las visitas extranjeras, y la necesidad correlativa de una generación crecidita que no encontraba bandas de su gusto en vivo. Así fue copando el escenario una vieja idea de las discográficas (el disco tributo) para tiempos de crisis y el nuevo formato de espectáculo se convirtió, al compás de un revival mundial (el rock es una cultura de la globalización), en un negocio. Y entonces nadie se preguntó si la solvencia del show es una cuestión de arte o de técnica, más allá de la eficacia de una cirugía para “ser” Paul McCartney.

Pobreza

Con un par de años como novedad, sonaría lógico que el fenómeno entrara en un cono de saturación, tal como pasara con paddles, braserías y canchitas de fútbol 5. Pero todavía sobrevive, al borde de lo patético, como un síntoma de crisis.
Resulta que el “tributo” es el gancho que algunos lugares hallaron para atraer a más pibes. “Prepárense algún tributo”, dice a las banditas el bolichero ávido de armar un afiche capaz de emular una noche en el CBGB con The Ramones, Talking Heads y New York Dolls. Así, los pibes inventan “tributos” que consisten en dos temas de ellos y tres temas de una banda que les guste para poder figurar en esa grilla tan atractiva. Como si fuera una liga de fútbol de supermercado donde los equipos se llaman Barcelona, Brasil, Chelsea, Warner Brothers (¿será esto el rock en la era de la Play?).
Tributos basados en la pobreza antes que en la nostalgia parecen surcar las noches rosarinas, inclusos aquellos dignos de disfrutar. Una moda creada a partir de impedimentos y basada en años de escuchar “es lo que hay”.

Hoy nomás

Es obvio que, a esta altura, lo novedoso del rumbo que va tomando esta cultura tributaria es que se aleja del factor revival original. Ya no se trata sólo de una recreación de Pink Floyd para huestes nostálgicas del rock progresivo sino de un creciente catálogo de bandas que jamás calificarían para clásico y no podrían creer que son “homenajeadas” en el culo del mundo globalizado pero pobre.
Entre el público, más que señores dispuestos a revivir su juventud aparecen generaciones que recién se incorporan a la cultura recitalera y para las cuales este fingido y forzoso revival de lo que no vivieron es tan natural como bajarse música al teléfono. No casualmente, son pibes criados bajo pautas culturales que ya no reconocen en la originalidad aquella virtud cuya bandera enarbolara la cultura rock desde que Beatles y Stones dejaron los covers.
Parece que al compás de cuestiones comerciales la reproductibilidad técnica ya está llegando al escenario. Pero sería muy necio adjudicar así nomás esta historia a cuestiones comerciales. Es justo para el bolichero situarlo frente a la crisis de producción artística por la cual atraviesa el rock, perdido entre batallas de orgullo tribal y oídos sordos, fatalmente enmarañado en sus propias fórmulas de innovación y reciclaje.
Porque, en el fondo, no son los músicos, los bolicheros y el público quienes sustentan esta nueva cultura tributaria mezcla de pobreza y oportunismo y, como tal, seguramente volátil. Es la lógica cultural e histórica que los relaciona entre sí en un mercado la que se muestra, engañosa y al acecho, detrás de este fenómeno.

Contradicciones

Buscar en el pasado las raíces para pararse mejor en el presente debería ser un acto de sensatez. Pero no es esto lo que ocurre en esta nueva cultura tributaria, que antes que al pasado apela a lo comprobado, a lo conocido o aunque sea a lo ajeno. No se trata de nostalgia sino una de sus variantes: el “más de lo mismo”. Así, la maraña vuelca sobre el escenario a chiquillos que lógicamente empezarán por pretender emular a sus ídolos, pero también a músicos más experimentados que admiten resignados que sus propias canciones no les traerían minitas –ni laburo-- como el tributo a Bon Jovi.
Y cuando se habla de “más de lo mismo” a Tomás le suena a monopolio. Y las prácticas monopólicas también son muy fructíferas en el terreno de las ideas, campo en el cual uno de sus conductores favoritos es el miedo.
Antes de terminar de irse al carajo en este estofado de sabor incierto, Tomás imagina el tragicómico momento en el que una banda se verá impedida de subir a ese escenario donde otros le estarán haciendo un tributo.

*Publicado en El Eslabon en abril de 2008

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