Saturday, October 24, 2009

29. El monopolio, colado por la ventanita

En un país tan politizado como la Argentina actual, en la que el hasta el fútbol y el programa de Tinelli son tema o terreno de disputas políticas, el rock no puede estar al margen. Menos en tiempos en los que --no sólo en la Argentina-- el reparto de la torta se pelea en un panorama culturalmente dominado por corporaciones transnacionales orientada según una misma lógica de concebir el mundo: la del reino Neoconservador que no puede evitar quemar todo con tal de facturar.

El mono poliador

Los “mono” u “oligo” polios son una característica del esquema mundial de negocios neoliberal. Más allá de cuestiones específicamente económicas, Tomás observa hoy un concepto del monopolio como una forma de ver el mundo.

Un mundo en el cual está establecido como natural y legítimo que el dueño de la pelota disponga las condiciones del juego. Pero a pesar de vociferar libertades y reglas claras para todos, el dueño es un gordito que no superó sus traumas infantiles y se niega a soltar el esférico temeroso de que lo manden al arco (cree estar en su derecho a jugar de 9). Por las dudas, un día se queda con el arco y lo entierra así nunca lo mandarán allí aunque el comunismo le saque la pelota. Y cada tanto manda a pinchar otras pelotas que tratan hacer jugar afuera, en campitos sin césped.

Los monopolios operan bajo un sistema de valores sociojurídicos que regulan su pasión por el Pacman. Su capacidad de dominio depende del juego de interrelaciones de poder en cada sitio de este mundo globalizado a su medida y en función de la lógica capitalista empeñada en comerse el mundo hasta que no quede nada. Puede decirse que la dominación se ejerce desde lo económico, pero no puede omitirse que el gordito goza sometiendo más allá del bolsillo. Es ahí donde el problema ya es político cultural, con una cuestión económica que no es más que el falo rector.

Mediopolios

El carácter más jodido del monopolio es su capacidad de camuflarse y no sólo en empresas fantasmas. En esta sociedad de masas siempre hay un discurso que resulta dominante, aunque sea falaz. Para Tomás el monopolio no es sólo un mapa donde Cachito tiene 500 ovejitas más que Pedrito, sino un espacio donde sólo se escucha “Beeeeee”. Es en el plano discursivo, más allá de lo material, donde el monopolio refleja su poder, escondido detrás de lo que pretende modelar como “sentido común”.

Guste o no, y con la prometida horizontalidad de Internet en veremos, hay que admitir la legitimidad que conservan los medios masivos para propalar un relato de la realidad reconocido como cierto. Para Tomás, el monopolio discursivo es la punta de lanza de lo que Feinmann (José Pablo, el bueno) observa como una revolución capitalista/comunicacional que, tras la caída del Muro de Berlín, “somete y coloniza las subjetividades” para ir barriendo el disenso que pueda entorpecer sus planes. Una revolución que avanza, a través de los medios, con armas propias de la industria cultural.

El monopolio discursivo tiende a naturalizar una forma de ver el mundo que se replica como verdad, omitiendo puntos de vista antagónicos, legitimándose con herramientas creadas a tal fin. La concentración de medios despersonaliza y atomiza los individuos en rótulos colectivos funcionales a ese discurso. “La gente”, “los vecinos”, “la hinchada” son motes con los cuales los medios legitiman sus propios discursos –-disfrazando sus intereses-- por cuenta de lo que pretenden imponer como opinión pública.

La ventanita

Tomás otea por la dolorosa ventanita abierta para siempre una trágica noche de diciembre de 2004 en un boliche del Once porteño donde tocaba una banda rotulada como de “rock barrial” que hacía de sus shows multitudinarios rituales pirotécnicos en uno de los cuales murieron 194 jóvenes luego de que una bengala o algo así quemara una suerte de mediasombra de la cual emanó un humo tóxico y demasiado asfixiante para un lugar saturado de capacidad imposible de evacuar debido a la negligencia reinante en una sociedad recontralimada como la argentina.

Tomás mira por la ventanita de Cromañón. Para él no se trata de buscar culpables, aunque los haya, porque a veces –como en este caso-- la justicia es imposible, más allá de las cabezas que caigan o queden impunes. Y mientras esa tragedia sigue generando discurso sólo en su aspecto controvertido, Tomás se acotará sólo a verla como un claro ejemplo de la inevitable relación entre la política y el rock.

Demagogia publicitada

Primero fue una mezcla de morbo y dolor insistentemente transmitida, con pedidos de justicia en primer plano. En esos tiempos de blumberguismo social el negocio era responder las demandas televisadas con demagogia publicitada, la forma de hacer política predominante en esta lógica mediática.

Hay una relación entre la clase política argentina y el poder mediático que detenta el monopolio discursivo que va ajustando las clavijas en función de lo que requiere el medio. Esta relación –a esta altura fellatiesca—los publicistas determinan la agenda y los políticos repiten discursos procorporativos para poder seguir jugando en el escenario socialmente admitido como más importante: la pantalla.

Así distintos intereses que se van enrolando detrás de una versión dominante que, hoy por hoy, apela a conductas de enfrentamiento social con herramientas como el miedo y la indignación, usadas para justificar la exclusión. La polémica y el puterío son la constante de los diarios on line. El discurso, es obvio, ya no está en el contenido sino en la forma.

La cuenta, mozo

Mientras en la tribuna Callejeros sigue dividiendo aguas entre el dolor, la sed de venganza y algunos limados que quieren seguir tirando bengalas, Tomás ve por la ventanita de Cromañón un claro sacudón sociocultural. La resignificación de esa tragedia en el entramado mediático-social-político fue parte de un proceso a través del cual un sector empresarial logró imponer políticamente nuevas reglas de juego a caballito del discurso dominante para restablecer el liderazgo de un mercado.

La cuenta de los últimos cinco años podría haber sido esta. La tragedia y el dolor movilizan, y su reproducción conmueve. La conmoción sirve al agite y éste al rating y que ayuda a bajar línea. Los medios manejan las conductas colectivas que ellos mismos editan.

En ese río revuelto van apareciendo las cañas. Mientras se sigue discutiendo los delitos de Cromañón como dolosos o culposos, la seguridad se instala otra vez en la disputa política. Así se acusa por descontrol al jefe de gobierno Aníbal Ibarra y la oposición logra su patética destitución. Mauricio Macri se retira a diseñar su asegurada gobernación de la Ciudad y asume el vice, Jorge Telerman. En nombre de la profilaxis que la sociedad demanda cada vez que “la-gente” “se expresa” por los medios, desde la Ciudad de Buenos Aires emanan regulaciones seudoproscriptiva para el rock y comienzan a cerrar –en todo el país—pequeños espacios que no pueden cumplir con los nuevos requerimientos para ser habilitados.

El cierre de lugares afectó como a nadie a bandas pequeñas o en desarrollo, mientras ciertos sectores empresarios reconstruían el mapa en función de su cercanía con la conducción política que sucedió a Ibarra. Esto fue un duro golpe a la entonces emergente escena independiente que ganaba espacios en la escena rockera mientras las compañías sólo pensaban en facturar fácil sin invertir ni renovar sus ofertas.

Un clarísimo penal

Como en todo penal, la intencionalidad del agresor debería quedar fuera de discusión. No interesa si fue simple oportunismo, pero no parece casual que luego de Cromañón la corporación del negocio rockero argentina haya asestado semejante zancadilla a los músicos independientes que venían pidiendo pista en un mercado más abierto que podía permitir que la pelota fuera tocada por más jugadores. Como no podía ser de otra manera, el empresariado vinculado al rock siguió esa lógica capitalista que ya no sabe si la exclusión es un medio o un fin.

Como contrapeso, la escena independiente organizada sigue peleando espacios, por ejemplo, participando del teje de leyes y abogando por cláusulas que la contemplen, por ejemplo, en la nueva ley de medios con la mira puesta en una ley del músico que regule la actividad y contemple voces por fuera del monopolio.

Sexo, drogas y rock n’safety

En mapa poscromañón, ya una interesante oportunidad de negocios para los medios masivos, comenzó a forjarse con elementos acordes con el discurso político dominante del momento: a las palabras consagradas por los 90 como “éxito” se agregó la vedette de la década: la “seguridad”.

A tono con esas reglas, los espectáculos de rock comenzaron a enarbolar la seguridad –con sus negocios laterales como custodia e insumos-- como un servicio indispensable. La concentración de recursos –artistas incluidos-- instaló así sus profilácticos megafestivales como acontecimientos anuales de los que no conviene quedar afuera ni como músico ni como público. Así, bajo un discurso único y excluyente, el mercado convirtió en necesidades satisfechas las demandas de la sociedad mediática. El éxito del festival también radica, por supuesto señora, en que no hay disturbios, tal como se encarga de repetir cada movilero de las empresas a las que les interesa el país.

En ese mercado sólo apto para grandes motores se fue asentando la nueva matriz del negocio del rock en el país: seguro y monopólico. Indiscutible. “Llega todo el poder del rock” es el eslogan del Quilmes Rock 09. Un rock tan seguro que concibe un festival esponsoreado por una marca de cervezas en el que no se puede tomar alcohol. Salvo en los camarines, claro: una síntesis de lo excluyente, de la mano de un lógica capitalista que no puede ser ajena a ningún negocio en estos tiempos. La lógica que le permite regresar a Charly García como un ser rescatado de las drogas ilegales por la “medicación especializada” que lo tiene “bajo control.

Rockeando en el mercado facho

Los músicos esperan su turno para tocar tomando birra, mientras critican por lo bajo al mercado facho que les dice a sus fans: “Chicos, ahora no se pueden tirar bengalas pero miren qué linda propaganda Quilmes en la pantalla gigante”. Las ventas posteriores determinarán si el discurso convenció a los pibes de que son los “protagoniissstass”.

Dilema para varios: no estar de acuerdo con el mercado no significa estar en contra. La resistencia contracultural que el rock siempre gustó de colgarse del pecho se desintegra entre el mito y la hipocresía. El festival ofrece diversidad de géneros musicales mientras el monopolio asegura la unicidad del discurso. El éxito es de una marca de birra o celulares. Que no tratan mejor a sus músicos que a sus clientes.

En la Argentina del siglo 21, por la ventanita de Cromañón puede verse cómo la lógica monopólica de sentido o de discurso que aportan los aparatos mediático-empresarios avanza sobre el rock porque no concibe otra forma de participar del negocio. ¿Qué será del artista cuando la industria cultural ya no lo necesite como esbirro? Por el momento, si un músico quiere ver cuánto de política –propia o ajena-- hay en sus actos, tal vez sólo deba abrir los ojos.

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