Saturday, August 22, 2009

26. Un dilema hecho canción

Hay una encrucijada que sobrevuela, por estos días, la circulación de la música. Si bien no es la primera vez en la historia que los cambios tecnológicos determinan cambios en los modos de producción y consumo, ahora parece haber mucho más en juego que un cambio de soporte como fue el disco de vinilo al CD. Pero mientras la industria discográfica pretende enmarcar el problema en un tema jurídico de derechos intelectuales y económicos, para poder perseguir a amas de casa que se bajan diez temas de Gloria Estefan, Tomás Dell’Pico está seguro de que hay mucho más haciendo ruido en este mundo que se globaliza y digitaliza sin resolver dicotomías como la de lo real y lo virtual, o la de conciudadanos o consumidores. ¿Cuál será el destino de las canciones concebidas para cambiar el mundo en esta gran payasada que las utiliza como ringtone de celulares?, se pregunta Tomás mientras espera que salga la nueva versión del Guitar Hero con canciones de los Beatles.

El escritorio de Tomás

Tomás tiene tremendo quilombo en el escritorio de su marulo. Por cuestiones de principios y convicciones, no puede prejuzgar negativamente los grandes –y cada vez más vertiginosos-- cambios culturales y paradigmáticos que afloran en sincro con la tecnología, desde la rueda hasta el mp3. Pero a veces le cuesta demasiado interactuar con las lógicas del nuevo mundo. Si bien cree que su cerebro labura más en función de la sinestesia perceptiva de la tele que de la linealidad de los libros, tampoco se lleva muy bien con la impronta de la era del multitasking, atronadora y superficial.
Si bien casi toda su vida gira en torno a su PC, y aunque es consciente de que su vida no cabe en ese cuerpo de fierro y latón, a veces no puede encontrarla en otro lado. Como si su mueblecito atestado de compacts estuviera en living sólo para esperar el destino de baulera que ya le tocó a los discos de vinilo en la mudanza anterior, mientras crece en un lugar del tamaño de su mano una monstruosa carpeta con colecciones discográficas que todavía no sabe cómo –o en realidad el problema es cuándo-- escuchar.
Ese lugar en el medio a veces es demasiado incómodo. Tomás duda de si se está poniendo viejo, si se aburrió, y a veces se encuentra dando manotazos para no ahogarse en un mundo que no tal vez no fue hecho para él, aunque no vea alternativas.

Alguien ya debe haber escrito sobre las cada vez más borrosas fronteras entre el mundo virtual y el real, como si no fueran dos caras de una misma moneda forjada desde las distintas subjetividades que confluyen en la construcción del mundo. A veces lo digital obra como una ventana en la pantalla de la PC para pispear el partido que, en una cancha físicamente concreta, está perdiendo Independiente contra algún equipo que pelea el descenso. Pero esa ventana no deja de ser concreta, a pesar de que la frágil conexión de Internet se caiga cada dos minutos como el partido mismo. ¿Qué diferencia hay entre un partido de fútbol y su transmisión y remodificación en ceros y unos?
Otro bodrio que atruena en el marulo de Tomás es el del significado de la música en su vida. La música, que desde pibito determinó gran parte de sus prácticas cotidianas y su forma de relacionarse en un universo propio en el que las reglas de creación, circulación y consumo parecían más claras. ¿Pero habrán sido mejores que las nuevas reglas aún en ciernes? ¿Y habrán sido tan claras?

Por ejemplo


En la segunda mitad de los 80, bien en el siglo pasado, Tomás tendría unos 15 años cuando escuchó por primera vez “Beds are Burning”. Parecen lejanos los años en los que Tomás devoraba cualquier boludez que se imprimiera bajo la forma de una revista de rock, y así pudo saber que el tema que lo había vuelto loco en uno de esos boliches a los no iba casi nunca porque no le gustaba ir a bailar pertenecía a una banda australiana que no era Inxs ni Ac-Dc y que se llamaba Midnight Oil.
Además de cumplir con el obvio ritual, casi un acto automático, de ir a comprar el disco en cual estuviera ese tema (para eso se difundían los temas como singles, así se vendían luego los álbumes), Tomás supo que ese descubrimiento tenía una historia previa de cinco discos anteriores a Diesel and Dust (1986) en la cual la banda (a la que algún periodista de entonces calificara como los Kinks australianos) había desarrollado un perfil militante en temas como ecología y los derechos de los pobladores originarios de esa isla. Mejor todavía, pensó el adolescente, para quien el rock podía –o debía ser—una plataforma capaz de imponer sus utopías.
El idilio entre Tomás y Midnight Oil, ignorado por los australianos pero no por ello unilateral, se prolongó hasta los primeros años de este siglo sobre la base de una modalidad de producción, circulación y consumo de música que giraba en torno –y esto no es un mero “giro” semántico—a un bien cuyo significado ya no es el mismo: el disco. La canción llevaba al disco que lo ponía en contacto con la banda.
El mecanismo funcionaba así: cada uno o dos años, los australianos grababan un nuevo álbum, que era un conjunto de canciones que reflejaba una serie de variables en el devenir de la banda: momentos, ideas, sonidos, melodías, climas. Mensajes establecidos en una matriz que le daba una múltiple posibilidad de decodificación, a punto tal que no necesitaba entender demasiado lo que decían a través del idioma. Una forma de transmitir a través de la música.
Entonces Tomás, como una suerte de devoto que esperaba señales provenientes de algún estudio australiano, iba a una disquería de las que todavía existen, pedía por el nuevo disco de Midnight Oil y volvía cagando a su casa para escucharlo varias veces antes de volver a tomar contacto con otro tópico de su realidad. Por su parte, los australianos, sin considerar aquello que podían llegar a despertar en un jovencito de una ciudad desconocida, ganaban unos mangos y salían de gira por distintos lugares del mundo a cantar sus canciones en vivo. Una vez vinieron a la Argentina, pero Tomás no pudo ir y lo lamentará for ever.
Como las estaciones, los discos de las bandas favoritas de Tomás se renovaban con nuevas canciones que hablaban de nuevos momentos, ideas, sonidos, etcétera. Era natural, para él --y al parecer también para los músicos, ya que Tomás nunca supo Tomás si ellos no estaban de acuerdo con ese detalle del sistema capitalista industrial que muchos solían criticar— entablar esa suerte de relación sobre la base de un disco por año que ellos grababan, una compañía distribuía para su venta y Tomás compraba feliz en una disquería.
El adolescente ignoraba por entonces ese mecanismo basado en una lógica mercantilista con siglos de historia, porque para él era natural. Era apenas una de las maneras en la que se iba constituyendo como persona, acaparando –y comprando-- bienes simbólicos para su vida. Tampoco sabía eso Tomás cuando todo se trataba de ahorrar unos mangos para adquirir discos, nacionales o importados, en vinilo o CD.
Si bien Midnight Oil no fue la única banda dadora de información intelectual y emocional para Tomás, este ejemplo no es azaroso. “Capricornia” (2002), último álbum de la banda, fue el último disco –en rigor CD, pero en ese momento todavía se los podía llamar igual—que encargó a alguien que viajara afuera con el objeto de hacerse de ese mensaje que sentía que debía recibir; como un niño que no se va dormir hasta escuchar el final de un cuento (A propósito, hoy esa banda surgida en 1976 está separada y Peter Garret, su calvo cantante de 2 metros, finalmente se convirtió en diputado pero no por un partido Verde sino por el Laborismo, lo cual le valió --leyó Tomás por ahí--algunas críticas hacia su “pragmatismo”).
Y todo eso por Beds are Burning, un hitazo de boliche y videoclip que quién sabe por qué afectó a Tomás de tal manera.

Canción de la vaca faenada


En el marulo de Tomás rebotan las ideas y las canciones que nunca escuchará que se amontonan en la labilidad de su colección de mp3. Cada tanto cumple con el ritual de backapear la información en CD, donde las canciones adquieren una función extra: ser guardadas como datos para poder conservarlas en el apocalíptico caso de que se tronche el disco rígido.
Cierto es que las canciones, a lo largo de la historia, han sido alumbradas por los hombres para cumplir con ciertas funciones: rezar, contar, galantear, denunciar, reír y, más acá en el tiempo, vender y hacer dinero. Cada función le daba alguna lógica propia que determinaba si se cantaba a una o más voces, con qué instrumentación se acompañaba, qué debía decir y qué no, o quiénes estaban habilitados para hacerlas.
Y al convertirse en una cuestión vendible, la canción también se empezó a encontrar determinada por lógicas en ese sentido.
Desde la vaca cruda hasta la carnicería del híper, pasando por el saladero y el frigorífico, el fraccionamiento de animales para su venta se ha ido naturalizando por una cultura que alguna vez –aunque millones de personas lo siguen haciendo—sólo los cortaba en bocados para comerlos. Producto de la cultura urbana en la que a nadie se le ocurriría ir a comprar una vaca entera para fraccionar y comer durante meses, lo cierto es que hay una historia de valores agregados que también contribuyó a afianzar determinadas costumbres como la de comprar 100 gramos de mortadela en fetas para hacerse un sangüi para el cual sea suficiente usar ese sobrecito de mayonesa que sobró de la última excursión al pumper nic hace 15 años.
Como aquellos discos que compraba Tomás mientras forjaba su identidad, sin saber que al mismo tiempo estaba siguiendo unas pautas determinadas por lógicas de producción y consumo.
Ahora que esas lógicas están cambiando, Tomás asiste a la zozobra de un mundo parece existir sólo en sus recuerdos de adolescente. El problema, para Tomás, no pasa por el hecho de que la piratería atente contra la música grabada, si es que lo hiciera, sino con ese proceso de fragmentación de la canción que él conoció como partes de un disco y hoy se destinan a ser escuchadas como timbre de un teléfono. Esa zozobra lo hace temblar, pero no tanto como para comerse el amague. Uno cambia, el mundo cambia, pero en un punto dentro o fuera de la web la canción sigue siendo la misma.

*Publicado en El Eslabon de junio de 2009

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