Monday, September 25, 2006

8. El Norte es el que ordena*

Qué laburo de zaranda nos espera, a esta altura de la evolución de nuestra ingeniosa sociedad capitalista que supo convertir tantas ideas fundamentales en remeras clonadas en serie. ¿Quién dice la verdad cuando escuchamos aquello que no queremos oír? ¿Será posible que aquel que expresa lo mismo que uno piensa esté, en realidad, mintiendo? ¿Cuál es el límite entre la rebeldía y el negocio?, ¿entre mentirse y creerse? ¿Qué validez puede tener un manifiesto político rockero cuando se convierte en hit radial? La zaranda se hace necesaria, cada vez más, pero cada vez menos es el tiempo que tenemos para hacerla; para separar lo relativo de lo profundo, la frase hecha del pensamiento jugado; lo políticamente correcto de lo auténticamente copado.
Por momentos, evaluar el soberano éxito que tuvo la banda punk Green Day con un disco que presume de patear contra el remanido sueño americano como “American Idiot”, una diatriba contra las fábricas de pop stars que en Estados Unidos se resume en el programa American Idol (la versión madre de Operación Triunfo), da por momentos miedo. Es que no puede generar menos que confusión escuchar una banda punk tan prolija y agradable como potente. Tan limpia, conceptual como estéticamente. Tan punk como lavada. Contradicciones emanadas de cabezas progresistas que viajan en limousine. Porque --es tan evidente-- qué fácil que es escribir una canción en contra de Bush: alcanza con tener un mínimo de buena leche, del resto se encarga Jorgito junior.
En medio de placebos como Live 8, ese megaconcierto con el cual las multimillonarias estrellas del establishment mundial del rock como Bono o Madonna pretendieron lavar sus contradicciones ideológicas intentando humanizar el capitalismo que tan bien les dio de comer, en Estados Unidos aflora --como no podía ser de otra manera-- toda una corriente artística que (como no podía ser de otra manera) canta contra su belicoso petropresidente. Y, como no podía ser de otra manera, ese canto no escapa a las omnipresentes reglas del negocio del rock, esas que dicen: hay mercado para todo, vamos a facturar. Entonces, atrás de Green Day aparece el nuevo disco de una muchacha que se hace llamar Pink y se cree punk, y también putea contra el american dream que le dio mucho más de lo que sus cuerdas vocales parecen merecer. Sólo falta la guitarra de Lolo puteando a Bush y estamos todos.
En ese marco, ahora parece ser cool volver a la canción de protesta que casi 40 años atrás se plantó contra Vietnam, ahora que Irak parece ser, puertas adentro del Imperio, algo mucho peor que una aventura trasnochada de los muchachos petroleros. Y es tan fácil, en los Estados Unidos de hoy, enchufar una guitarra y cantar contra Jorge (hijo) sin tener que resignar ni una moneda del buen pasar…
Por eso la zaranda. Porque ojo: no será Tomás Dell’Pico quien les diga, queridos amigos, a quién hay que creerle…
Parece que a los 61 años, Neil Young quiere aprovechar cada tiro que le queda, especialmente cuando el blanco es tan perfecto para disparar. Es evidente que le molesta tanto la muerte empetrolada de iraquíes y –guarda la tosca—norteamericanos en una guerra tan sangrienta como nefasta. Y está más que claro que lo enerva demasiado la presencia de un demoníaco simio al frente de un país, que si bien no es el suyo –Neil es canadiense— es hermoso a pesar de los millones de Homeros Simpson de verdad que lo pueblan y que, en persona, no son tan graciosos. Y tal vez en esa sinceridad, de reconocer lo bueno y lo malo de lo propio, “Living with War” es un disco en el que se puede creer. Pero ojo: ese trabajo –el de creer—se lo dejo a cada uno.
Por si a alguien le interesa, “Living with war” es un disco de protesta de los de antes que parece devolverle al rock la capacidad de comunicación que supo tener pero fue perdiendo al compás de la globalización de las relaciones humanas; esa que fue instalando el actual monopolio de la boludez –como dijera Mollo antes de (¿alcanzar o ser alcanzado?) por Natalia Oreiro--.
En cuanto al contenido explícito e implícito “Living with War –censurado por sus letras en el 80% de las radios yankis-- parece estar anclado en un sensible paralelismo entre los episodios de Vietnam e Irak, con todo el dolor que puede significar para cualquier persona de 61 años tener que vivir dos veces experiencias tan pesadas. Quizás por eso el disco puede leerse como un juego entre el Young que fue en los 70 con el que es ahora. Va al frente con su postura, pero no se olvida de lo importante que puede resultar, esta vez, ser un poco más conciliador. Tal vez por ello, varias referencias al regreso de los ataúdes con soldados muertos como queriendo apelar a la conciencia del norteamericano WASP que hasta que no le traen a un ser querido en un cofre no puede tomar conciencia de lo malo que es Bush (algo parecido pasa con los argentinos y su bolsillo…). Tal vez por eso el llamado a reconstruir el rojo, blanco y azul de ese gran país al que llama “nuestro”. Esa combinación de denuncia con despertar de conciencias más dormidas que las progres es una constante del disco que a veces puede hacer dudar acerca del lugar exacto en el que Young está parado. A él no le importa: propone una mujer o un presidente negro como próximo líder, y lo dice con nombre y apellido: Colin Powel.
Una reseña que recomiendo leer en Rebelión.org, que tiene todas las letras del disco traducidas al español (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=31175) termina con esta reseña de un tal Carlos Tena, un crítico musical español aparentemente “de izquierdas”: “Living with War es, en pocas palabras, un arma de reconstrucción masiva creada desde la armonía, la paz y la cordura, desde la inteligencia y la sensibilidad, para poner freno a ese loco homicida que hoy, tristemente, rige los destinos del gobierno y la nación más poderosa del mundo. Con ella, Neil Young recupera para el rock la decencia que esta música rebelde había perdido a manos de las multinacionales discográficas y de la comercialización capitalista”. Humildemente, Tomás Dell’Pico está de acuerdo, aunque a esta altura está claro que estar de acuerdo debe ser un trabajo antes que la aceptación de una idea que nos gusta escuchar.
En las antípodas de las formas actuales de producir música grabada, sin detenerse un segundo a disimular cualquier falencia al ritmo del mouse, “Living with War” es una cruda síntesis de la música americana con la que desde siempre ha coqueteado Young (especialmente Con Crosby, Stills y Nash, pero también con Pearl Jam). Eso se escucha en la música, pergeñada desde una formación rockera decidida y deliciosamente vieja: una guitarra extremadamente sucia y rota va de colchón para una batería primitiva y supercuadrada, con un bajo que jamás aprieta y prefiere notas redondas donde las orejas actualizadas piden corcheas. También se lee en las letras que llevan la protesta directa del folk, pero dichas por un cantante de tradición marcadamente country –es decir, con inflexiones propias de cantantes más bien republicanos-- incluso cuando grita. Y todo redondeado por una solitaria, bélica y brutal trompeta, ajena como tal a la menor sutileza, y un sombrero decididamente gospel con un coro negro que en algunos temas alcanza hasta cien integrantes.
Así, en su síntesis de letra y música, “Living with War” plantea una notable confrontación contra los paradigmas que rigen actualmente, incluso contra aquellos que parecen gritar lo mismo pero no se olvidan de que lo más importante es vender. Es, de esa manera, un mensaje en sí mismo acerca de los tiempos que corren, al margen de los mensajes antibélicos que propone en sus canciones.

* Publicado en el periódico el eslabon en agosto de 2006

Friday, September 15, 2006

7. Treinta años (una historia de simuladores)*

Noche de debut, un austero recital en un pequeño bar. Los pibes juntan los instrumentos medio pelo que se fueron comprando para empezar, dos o tres proyectos de canciones propias y una veintena de covers entroncados en la genealogía de los Ramones y sus derivados surgidos en los últimos treinta años. Nada menos que treinta años. El punk abraza y conecta a los chicos, y un pogo muy al alcance de la mano asoma en el horizonte de las próximas horas como lo mejor que podría suceder. Y claro que sucede, la excitación hierve en granos y hormonas, después a dormir. El pogo seguirá el lunes, en los recuerdos comentados que se arremolinarán en el primer recreo. Y seguirá después, el mismo pogo, hasta que el deseo se transforme en otro pogo.
Es un recital, e incluso se cobra una entrada de tres mangos que tiene más de simbólica que de onerosa, pero que vale como precio a pagar por lo que se va a buscar. La música no parece ser lo más relevante, según la oreja que la escuche, pero las canciones se suceden como himnos. Muchas son en inglés, y es tan atinado como increíble pensarlas como chips de transmisión cultural que han ido dejando semillas en diferentes generaciones de chicos en los últimos treinta años. Viajeras en el tiempo y en el espacio que plantaron e izaron banderas desde Europa del Este hasta Sudamérica, tal vez con distintos tiempos de maduración, de la mano particulares circunstancias socioculturales y políticas. No vale la pena detenerse a pensar, entonces, en lo desafinado que suena “The KKK took my baby away” (“El Ku Klux Klan se llevó a mi chica”, creo que de The Ramones, banda pionera del punk americano, pero sobre todo del punk sudamericano, aparecida en los clubes neoyorquinos allá por el 76, creo).
Los chicos tocan realmente mal, y lo cierto es que parecen darse cuenta. Son un desastre, si se entiende la música sólo como una forma de combinar sonidos en función de ciertas normas. Uno toca más rápido, después baja, no hay tempo, no hace falta. No hay todavía una conciencia grupal en el sentido de que todos los instrumentos tienen que estar de acuerdo para empezar y terminar cada compás, un marco referencial conjunto sobre el cual alterar esa lógica pero por elección y no por error. No se sabe –nadie se los dice y no parece importarles-- que ese acuerdo entre los componentes de una base rítmica sirve para optimizar la potencia y la energía buscada.
No. Los chicos tocan las canciones que se aprendieron de memoria cada uno por su lado. Podría pensarse, sin darle demasiada bolilla al asunto, que todavía no hicieron el tránsito de la masturbación --sexual o musical-- al acto –sexual o musical—de compartir. Pensar así podría implicar no entenderlos del todo, o por ahí sería pretender que nada pasó en los últimos treinta años.
Tampoco es momento (son las 3 de la mañana y en este bar hay mucho ruido) de elegir pensar qué pasó en los últimos treinta años en el mundo que vio trasplantarse la semilla punk por todo el mundo y verlo re-germinar de las formas más insólitas desde los jardines más pobres del primer mundo hasta los patios traseros más ricos del planeta.
Este recital punk es tan parecido a los que se ven en las películas sobre los recitales punks de Europa. Quién sabe de dónde aprendieron estos chicos el pogo. Y ese de la cresta, ¿irá a la escuela todavía?
El escenario es bajito. Mejor, así todos pueden subir más fácil. El micrófono pasa de boca en boca como la botellita en el juego de la ídem. Como dentro de un par de años pasará un porrito. La expresión, la acción de expresarse, es algo que parece compartirse, pero ninguno de los pibes parece demasiado interesado en lo que hace o dice otro. Si el cantante tira un tema propio no le importa a nadie, y si canta uno conocido el tema vale mucho más que quien lo canta. Tal vez sea por esa falta de interés en lo que hace el de al lado que todo suena tan mal, y no importa.
Pero ojo: no todo parece corresponderse con la alegría que se transpira en ese rito. Hay cierto tufillo a perentorio que reina en el ambiente. Parece que, de alguna manera, los chicos están mintiendo: el momento que están viviendo, por alguna razón, no lo sienten propio. Parece tan impuesto como prestado, no termina de ser incomprensible. Encerrados en el placard del otro.
No lo saben, nunca lo imaginarían, pero están simulando. Algo que jamás harían pero que no dejan de hacer desde que son bebés. La simulación que va extendiendo su manto tan poco punk –tratando de dejar de lado las poses, cosa que no muchos punks se bancan de verdad-- por toda la posmodernidad.
Simulando como en los videojuegos en los que la vida y la muerte se resetean poniendo una ficha más o –un aggiornamiento de lo mismo—pagando una hora más en el ciber. Simulación que ya puede usarse para coger. La simulación de la guerra misma que se ve por tevé. La simulación de la guerra por otros medios que reemplazó, en la forma de competencias deportivas, a la política. La simulación de la música perfecta que sale de los programas de edición de audio. La simulación de ser una estrella pop, o un american latin idol, o el más banana del karaoke. Simular un placebo para nuestros deseos y que a nadie se le ocurra más que eso.
La simulación de ser punk en la Argentina a los 15 años, como fueron los hermanos mayores de quienes nada se sabe, como fue tal vez papá, treinta años antes. No se puede dejar de ver esa frustración detrás de las caras de alegría de los pibes que se castigan obligados a sentirse felices en un pogo que comenzaron diez felices ingleses desocupados que no necesitaban a ir a pegarle a la reina que les bancaba el seguro de desempleo.
Si hay en común entre los primeros punks y estos es la consigna de “no hay futuro”. Años atrás remitía a una moción para morir joven, porque era lo mismo un sarcófago que una oficina de traje y corbata, y seguramente la mayoría habrá muerto con una corbata. También la consigna de “no future” parece estar detrás de estos pibes argentinos, treinta años después, pero porque no hay pasado, porque no hay historia que respalde o eche por tierra las melodías que hoy están gritando con la voz en cuello. Los siempre proclamados ideales en el punk –ni los que causan admiración, ni los que dan risa-- no se ven en este recital, en el que no pasan de ser meros enunciados repetidos y automáticos en los que a esta altura no cree ni un pibe de 15 años.
Uno sabe que en algún momento estos chicos van a crecer. Algunos van a terminar de saco y corbata, tal vez otros sigan curtiendo una cresta hasta que puedan. Pero sería bueno pensar que algunos de estos punkies posmodernos podrán encontrar el camino de ajustar lo que simulan hacer con lo que desean hacer. Que el bajista, el baterista y el guitarrista se van a poner de acuerdo para que el bajo, la batería y la guitarra los exprese como una banda de punk rock o lo que prefieran, y no como un mero rejunte de pajeros que se conforman con hacer una gran paja en sincro –ojo, una paja en sincro no siempre es una paja colectiva-- mientras otros pajeros saltan en un pogo infantil y el sonidista no puede dejar de bostezar.
Entonces pienso que en estos últimos treinta años no pasó nada, que los paradigmas que cayeron no lo hicieron en vano, que la utopía de la igualdad puede ser reemplazada por algo más copado que la utopía del consumo, que el avance de la tecnología comunicacional puede ayudar a comunicarnos en lugar de aislarnos en una comunidad de otarios. Que el conocimiento no está demás, que no sólo es para los poderosos y que se adquiere a través del tiempo. Y que a través del tiempo va transcurriendo una historia que nos determina, tanto ayer como mañana, dos entelequias que a pesar de Francis Fukuyama siempre van a existir.

* Publicado en el periódico el eslabon en julio de 2006