Wednesday, November 22, 2006

11. Volvió una tarde*

La tarde del 21 de septiembre pasado Callejeros pudo finalmente concretar su intención de volver a tocar en vivo después de la tragedia que el 30 de diciembre de 2004 los sacó del fantástico lugar de banda-de-rock-de-creciente-convocatoria y los depositó, tan prematura como violentamente, en el apetecible pero no tan fantástico sillón de la masividad. Como era de esperar, el recital no quedó en la historia como acontecimiento artístico y quién sabe si será recordado como un hecho clave en la historia contemporánea. Es que da la sensación de que el olvido, palabra poco empleada pero muy presente en esta historia, parece encontrar una extraña y paradójica legitimación cada vez que se apela a la justicia o la memoria. Es probable que eso se deba a que cada vez van tomando más fuerza los intereses económicos y políticos que subyacen bajo Cromañón y todos conocen el poder que tienen los bolsillos en la Argentina para destartalar los debilitados ejercicios de la justicia y la memoria.

La pirotecnia, esta vez sin bengalas pero casi kármica, que flota sobre el destino de Callejeros no debería dejar encubiertos un par de elementos muy interesantes. Porque hay en este retorno de la banda al escenario un entramado de intereses y deseos que parece un fresco sociopolítico de la actualidad argentina.
Esto parece un poco obvio, pero habría que repasar las crónicas de medios gráficos, internet, radio y televisión que pusieron el foco, casi excluyentemente, en lo que pasó en esa soleada tarde primaveral. Claro que hubo medios que no escaparon al laburo de contextualizar lo que significaba ese concierto más allá del Chateau Carreras, pero llamaba la atención que muchos optaran por retratar lo ocurrido sin demasiadas alusiones a Cromañón. Hay coberturas que pecaron de condescendientes al tildar el show como una “fiesta” y otras que intentaron desmarcarse enfocando en el dispositivo policial, como si fuera un partido de alto riesgo de Primera B. En ambos ejemplos, queda claro que no se hablaba de Cromañón, más allá de cuántas menciones a esa palabra trágica pudieran emplearse en las crónicas.

Crónicas marcianas

Al margen de algunas crónicas que enfocaron en los sobrevivientes que asistieron al show para “cerrar una parte de sus vidas”, según atinadamente vio, por ejemplo, Página 12, casi todas las manifestaciones que los medios reflejaron de las más de 20 mil personas que acudieron al estadio de Córdoba dieron a entender que el show de Callejeros se pareció bastante a una fiesta, tal vez catártica, pero no muy atravesada por un duelo que digamos.
Si bien Fontanet se mostró cauteloso a la hora de referirse a lo que un medio juzgó como el “fracaso” de los padres que querían impedir el show (“acá no fracasó nadie, perdimos todo”, respondió, acertadamente, a ese sector de la prensa que no puede dejar de contemplar el caso Cromañón como si fuera una pelea entre vedettes), tampoco omitió descargar sus furias personales contra la Justicia que los embargó. O, sobre el final y más confiado, sugerir a “los caretas” que se la chuparan. En las crónicas, esas expresiones aparecen resguardadas por un respetuoso encomillado, como para que quede claro que “lo dijo él, señorita”.
Y en la tele, que se encargó de publicitar el show a cambio de rating, se llegaron a ver coberturas similares al “retorno de Robbie Williams a la Argentina”. Movileros típicamente pelotudos que no sabían nada de Callejeros preguntaban boludeces a los pibes que iban, que tampoco parecían muy interesados en responder otra cosa que boludeces. Por momentos no quedaba claro si Callejeros era una banda que volvía de vacaciones o de una tragedia, de una proscripción política o de una morbosa fama. O de la nada.
¿De dónde volvía, entonces, Callejeros al momento de pisar el escenario luego de más de un año de locura propia y ajena?

Me voy, acá estoy

En principio, está claro que Callejeros no volvió del anonimato pero no queda claro si volvió del olvido. A más de un año y medio, la tenebrosa huella de Cromañón no parece haber conducido a otro lugar que a un campo de simulación, donde se pretende hacer una cosa mientras se hace otra. En este campo la Justicia se dirime en el hallazgo o no de chivos expiatorios. La seguridad ciudadana no es otra cosa que un catálogo de burdas prohibiciones. Y esa prevención prohibicionista se tradujo --¿será casualidad?-- en una práctica monopólica y excluyente en el mundo del rock, con el cierre de los lugares donde se desarrollaban bandas pequeñas en convocatoria –no como lo era Callejeros-- y el establecimiento de un circuito “permitido” que comparten unos pocos. Entre ellos --¿será casualidad?-- el actual jefe del gobierno porteño y dueño de La Trastienda, que llegó a ese cargo luego de que Cromañón encontrara a su primer culpable en la figura del cada vez más olvidado jefe anterior, lo cual parece haber constituido un triunfo político no sólo para la oposición.
Es en el juego entre lo dicho y lo no dicho es donde hay que enmarcar este regreso de Callejeros, que la verdad que nunca se fue. Porque cuando intentaron juntarse tranquilos para grabar un disco, la prensa los persiguió como si se trataran de delincuentes que violaban la libertad condicional. De pronto el prohibicionismo que flotaba en el discurso poscromañón alcanzó a Callejeros, que parecían estar prohibidos de existir como banda a pesar de que no había nada que lo prohibiera formalmente. Callejeros anunciaba su retorno en determinado pueblo y días después aparecía su intendente prohibiendo el espectáculo alegando las razones más ridículas.
Sin embargo, el estar de alguna manera proscriptos por el poder político reducido a la mínima expresión de un intendente de aldea no le impidió a Callejeros crecer como fenómeno de ventas con la salida de su disco poscromañón, agotado al precio récord de 45 pesos. Y no es lo mismo retornar a un escenario sabiendo que se van a vender 20 mil entradas aunque no haya tiempo para probar sonido, que armar un showcito a ver qué pasa. Callejeros, aun sin tocar, era un buen “número” para hacer y estaba claro que ese negocio se estaba trabando en medio de una puja de intereses económicos y políticos ajenas a las leyes de la demanda. O no tan ajena…
Porque la demanda empezó a subir: ¿hay algo más elocuente que el minishow que dio Pato Fontanet a capella en una conferencia de prensa en un pueblo del noroeste ante unos cien fanáticos para demostrar que Callejeros está pisando fuerte? Y mientras la demanda subía, al mismo tiempo otras posiciones que estaban fortalecidas empezaron a caer. Sólo faltaba que uno de los políticos más adeptos a patear el tablero, tirara el centro para que la historieta se definiera en el área.
La coyuntura en la que apareció Luis Juez, el intendente de Córdoba, para acabar con la “proscripción” de Callejeros (sorpresivo aval mediante del gobernador De la Sota) se fue desarrollando en función de las relaciones de fuerza que domina el discurso y la práctica en torno a Cromañón. Por alguna razón que ahora no vale la pena desmenuzar, cada vez había más pibes ansiosos de ver en vivo a Callejeros, mientras el discurso prohibicionista empezó a caer en picada.
Será porque en ese discurso de varias patas, la pata política que se conformó con lo único que le interesaba: la destitución de Aníbal Ibarra como jefe de gobierno porteño. Podría decirse que una vez festejada la destitución, el macrismo parece haberle empezado a soltar la mano a los familiares, que se atomizaron. Llegó un momento en que los intendentes no encontraron en el dolor de los familiares más pretextos para prohibir a Callejeros y le dejaron la pelota picando a Juez, que se la jugó en un partido en el que no tenía nada que perder.
De alguna manera, al margen del resultado puesto, podría haberse predicho que el retorno de Callejeros a los escenarios se iba a dar de esta manera. En la Argentina de los últimos años, el tiempo es capaz de borrar vertiginosamente las heridas de la sociedad civil, que siempre dio terribles muestras de flexibilidad a la hora de olvidar u omitir cuando eso se torna necesario para seguir adelante con los intereses propios. ¿Muestras? Los derechos humanos que había que defender en los 80 se desvirtuaron a la par del voto cuota de los 90. El creciente desempleo que se paliaba en paz comprando boludeces chinas en un “todo por dos pesos”. Los cacerolazos que se desvanecieron cuando los bolsillos pudieron devolver a las cacerolas sus originales funciones culinarias.
Otra muestra es este último año y medio sin bengalas en los recitales de rock, que lo único que evitó fue más tragedias, aunque nada hizo por modificar las condiciones que condujeron a Cromañón. Esas mismas que condiciones que convierten en un viaje de alto riesgo subir a un colectivo por la ruta 11 en el norte santafesino un domingo por la noche. Más de veinte personas murieron en los últimos meses en esa ruta como consecuencia de la falta de respeto a la vida propia y ajena que no sólo se dieron cita aquella fatídica noche de 2004.
Hay algo muy sutil en esta reaparición de Callejeros en los escenarios que hace presentir que todas las lecciones que supuestamente había que aprender de Cromañón caerán en el olvido. Mientras la prevención no implique otra cosa que una burda prohibición, o mientras la memoria no vaya más allá de la simple simulación retórica, todos los cambios que se pretendan no van a conducir a otra parte que al punto de partida.
Y no parece conveniente seguir practicando el deporte nacional de mirar para otro lado en momentos en que, al margen del retorno de Callejeros, otras viejas y nefastas prácticas como el apriete y la amenaza parecen querer volver a hacerse un lugar en la sociedad.

* Publicado en el periódico el eslabon en octubre de 2006

10. Por una nueva cultura tributaria*

Últimamente se dice que, proliferación de las remakes, biopics y novelas filmadas en Holywood están dando la pauta de una crisis de ideas originales. Aparece, sí, cada tanto, un “ladrón de orquídeas” como Charly Kaufmann, pero ahora son tan extraños que parecen tan atomizados como las personas que no se sienten a gusto en este mundo. Es obvio que el camino que está tomando ese cine, de marcadas características a partir de sus condiciones de producción, es el de avanzar como loco sin tener idea de hacia dónde va. Y por alguna razón empiezan a pintar homenajes a la literatura futurista o a la vida de personajes de película.
Se puede hacer una analogía entre la supuesta falta de ideas del rock –en este caso el argentino-- actual y la proliferación en la escena de un novedoso subgénero de homenaje: el “tributo”. Pero no es cuestión de analizar el tributo como espectáculo evocativo, que los hay a montones buenísimos, sino la “idea” en el actual contexto de un reciclaje que ni siquiera pretende encubrir la falta de ideas. Como si el actual orden no hiciera necesaria la aparición de ideas que resistan a lo proclamado como dominante (ver “Andrés y el billikenismo ilustrado” en este mismo blog).
Pero sucede que el boom “tributario” esconde una paradoja dentro de la cultura rock, que siempre se caracterizó por fustigar al pasado. Por eso no queda otra que dudar del verdadero contenido de esta avalancha supuestamente revisionista.
Alguna vez los tributos fueron ideas ingeniosas con las que las discográficas ampliban su oferta. Una fórmula redondita: hay un desafío artístico para el músico que aborda una producción ajena para imprimirle su personalidad y eso es premiado con cierta difusión a partir de canciones conocidas, lo que equivale a entrar sin tocar timbre en el corazón del objeto del deseo. Por esa misma puerta abierta, el sello aprovecha para vender más discos y difundir a sus nuevos artistas y, cuando todo cierra, aparecen deliciosos experimentos que enriquecen las orejas compradoras. Tal vez la idea haya empezado con la buena recepción de aquellos tributos como el concierto de 30 años de Bob Dylan, verdaderos homenajes de héroes para héroes. Tal vez en un momento conviene empezar a reciclar los héroes…
Pero como toda buena fórmula, el tributo no puede escapar al bastardeo que los negocios le terminan imprimiendo al arte por responder a otra lógica en la que se confunde la creación con la producción. Y estos son tiempos confusos, mientras se erigen tributos a artistas vivos, muertos, tangueros, jujeños y eslovacos y ya sólo queda dudar de la sinceridad de esos halagos. Es así como del homenaje poco queda en un tributo, mientras éste va perdiendo su razón de ser y vira para el lado de la copia y la repetición.[1]
Sería mucho más fácil reconocer –algo que por otra parte es cierto-- que detrás del auge tributario no hay otra cosa que el negocio de vender chorizos preelaborados. Pero no hay sopa deshidratada que sobreviva en la góndola si nadie la carga en el changuito. Y el fenómeno este de homenajear va creciendo desde el voraz y previsible panorama discográfico hacia el escenario, un lugar distinto donde aún es posible distinguir entre lo real y lo virtual, aunque a muchos no les interese.
A pesar de su actual impronta comercial, el tributo no es un producto que encubre la falta de ideas sino que las revela. Es una ventanita por la cual mirar un presente en el que parece que ya no se trata sólo de encontrar una fórmula para producir sino, simplemente, convertir todo en una fórmula de reproducción. Como las canchas de fútbol 5 y los videoclubes, los tributos que hoy pululan por diversos escenarios encontraron su momento para salir a la luz y no es casual.
Resulta que los pibes tocaban covers y nadie les daba bola hasta que empezaron a recrearse como émulos de mitos que merecían ser mirados. La “impronta tributaria” fue lo que permitió a muchas banditas que su público dejara de tomar cervezas de espaldas al escenario para darse vuelta y encontarse en un show de “tributo a Pink Floyd” con pantalla ovalada. Y ahí, en medio de un show buenísimo, resultaba incómodo pensar en distinguir entre el mito y el émulo.[2]
Ya no se habla de cover sino de tributo u homenaje, y pareciera que el cambio de rubro terminó con viejos prejuicios. La banda que antes “robaba” con covers ahora “trabaja” con tributo y aspira, desde el plano de la reproducción y no de lo creativo, a ser respetada en el terreno artístico. Podríamos exagerar hasta ver aparecer con un disco de oro a un chabón que hace tributo a Charly García mientras imitador de De la Rúa se cobra una jubilación de privilegio. ¿Estamos lejos de eso?
Pero ojo, esto no es una visión apocalíptica que avizora un mundo de clones en el que todos cantan la misma canción, aunque no estemos lejos. Las prácticas culturales van cambiando y no hay que tenerle miedo a un boludo que saca fotos con el teléfono mientras se compra una juguera por televisión. Pero mirar a través del tributo tal vez sirva para ver mejor cómo se caen algunos de los estandartes que la cultura rock sigue esgrimiendo, como el de la autenticidad. Y algo debe ser confuso para que hoy que, al utópico amparo de la tecnología democratizadora, cualquiera graba un disco con sus creaciones en una computadora hogareña, proliferen pibes vestidos de Paul Stanley cantando temas de Kiss.
En rigor, el debate sobre la fórmula y la originalidad siempre fue parte de la historia del rock y sus mitos. Sin embargo, este último valor parece ir perdiendo metros en caminos artísticos cada vez más afectados por lógicas de producción que de creación.[3]
Paralelamente, la cultura rock compró (y vendió) la tergiversación que fue sufriendo el trabajo del artista hasta convertirlo en la proclama de ser “sólo un pibe de barrio que canta canciones” mientras vive en mansiones, anda en limusina, tiene intentos de suicidio y se pone piercing en el orto porque es rebelde. De pronto, la producción artística debe ser preparada para venderse en estaciones de servicio. Opacas, la lógica del “llame ya” inventa estrellas en segundos: ya no tienen nombres ni seudónimos, no importa lo que hacen, son eso, no tienen nada que hacer. Alcanza con pararlos en un escenario e iluminarlos con el rayo clonador que los disfraza por un momento de estrellas.
El tributo está expresando en la familia rockera nada menos que su crisis de personalidad. Mientras la fórmula industrial avanza sobre la creación artística, cada vez cuesta más distinguir entre sí a dos raperos o a dos bandas de ñü metal. Y si bien siempre hubo en la familia modas, tendencias, robos y copias las cosas estaban mucho más claras. Es el mito de la personalidad de la cultura rock lo que se cae en un espectáculo de tributo cuando a un artista le da lo mismo tomar prestada una vida ajena. Claro que esto no es obra de los que compran y venden el modelo homenajeador, esto va mucho más allá.
Alguna vez tenía que llegar el momento en el que la cultura rock empezara a dudar de sí misma. Ya lleva demasiado tiempo retroalimentándose del capitalismo como para seguir proclamándose exenta de sus prácticas de mierda que, hoy por hoy, se reflejan en sociedades conservadoras, excluyentes, monopólicas desde lo ideológico y carente de ideas de cambio. Todas estas expresiones atadas con el alambre del miedo, sin dudas la impronta del mundo globalizado de hoy.
Y, globalizada al fin, hoy la escena rockera argentina se debate ante la posibilidad de discutir o no su tendencia monopolizadora. Hay tributos tanto en un pequeño bar de terminal como en el próximo disco de los ultravendedores Miranda. Hay fórmulas, atajos y caminos permitidos de repetición, mientras quienes luchan por formas de expresión alternativas se ven cada vez asediados por la impronta dominante, por supuesto excluyente. Y el tributo que alguna vez se hizo a un artista es ahora el tributo a una fórmula. Así corre el rock, con un tremendo miedo a lo desconocido, mirando por el retrovisor a aquello que está bueno porque ya dio resultado. No es otra cosa, este autotributo del rock, que una buena metáfora para expresar sus miedos.


[1] (Hay que recordar que la cultura rock tiene entre sus emblemas el de la autenticidad promovida con Los Beatles y sus canciones propias, lo cual fue y sigue siendo una patada en el orto para las lógicas productivas de las compañías. El rock se cimentó con millones de songwriters de garaje devenidos en artistas rockers como Charly García, que se expresa tanto con una canción como tirándose a la pileta desde un piso 8).

[2] (Este revival le está dando al viejo y nunca bien ponderado cover una legitimidad que antes no conseguía entre los ideales del artista de rock. Hoy la bandera de lo auténtico se enarbola toda mojada de hipocresía. Hoy la autenticidad del rock no es más creíble que la del tributo, pegado a la misma hipocresía. Basta con ver la promoción del Quilmes Rock (al margen, qué indigesta combinación de palabras…) apelando a la autenticidad por sobre la “música prefabricada” para que quede en la boca un amargo sabor. De pronto, Juan Quilmes –desde hace tiempo con domicilio en Brasil—ofrece su “auténtico” catálogo que incluye la Imperial, la Bock, Catupecu, Cerati, la nueva pseudoartesanal Stout, la latita y el descubrimiento de Iggy Pop).

[3] (Esta teoría podría ser rebatida nombrando un par de músicos que cada tanto aparecen marcando otra tendencia y eso puede responder a esa costumbre del mundo del rock de realimentarse con el reciclaje de sus propios mitos. Este doble discurso que muestra a Calamaro, por ejemplo, rebelándose contra los cánones de la industria y sacando cinco discos en uno como si se tratara de un acto de valentía artística. Pero es una costumbre del mercado, la de cobrarse por igual los goles a favor y los goles en contra).

*Publicada en el periódico el eslabon en septiembre 2006