Wednesday, January 31, 2007

13. Rezo por vos*

Quien venga siguiendo las columnas de Tomás Dell’Pico en el eslabon ya debe estar al tanto de las cuestiones que lo perturban en su diario trajinar intelectual –no le da para otra cosa-- por los vericuetos de las relaciones entre el rock y la sociedad argenta. No es que el muchacho intente rescatar lo que en algún momento representó el rock, incluso en estas pampas, para una juventud que allá lejos asumía la “misión” (no se rían) de cambiar el mundo para mejor. En rigor Tomás nunca creyó demasiado en el poder curativo que el rock podía ejercer en la superestructura de la sociedad, pero es cierto que, por otra parte, Tomás agarró al rock con el caballo cansado, 15 años después de Vietnam, con la dictadura argentina en retirada y con un mercado fagocitando todos los ideales que en algún momento muchos músicos dijeron representar porque era parte del proceso que con el tiempo les iría llenando –salvo excepciones—las billeteras.
Pero a esta altura el rock --ya lejos de ser considerado un movimiento contracultural como alguna vez lo fue al menos en su etapa embrionaria-- puede ser observado como un teatro en el que confluyen diversos actores –muchos de ellos otrora inesperados, como el mismísimo intendente de Buenos Aires que también se hace unos manguitos como empresario del espectáculo-- que interpretan la tragicomedia que se desarrolla puertas afuera de los shows. Y aunque no cree mucho en esto de los pasados tiempos hermosos donde se era libre de verdad, Tomás tampoco pretende hacerse el boludo cuando la muerte, la violencia, la estafa, el fachismo y el culto a la idiotez que todos los días respira la sociedad argentina empiezan a ser moneda corriente en los recitales, en las previas, en las salidas y en el intercambio entre músicos y público. ¿Acaso la música no es otra cosa?
En este tren, el columnista de esta página fue desmenuzando en los últimos tiempos --a veces impune, a veces torpe-- algunos fenómenos que permiten “oír” el rock desde otro lugar. En las reseñas publicadas en Rock al Margen Tomás viene rompiendo las pelotas desde hace bastante con este temita, que tuvo en Cromañón un verdadero mojón que, paradójicamente –o no, esto es la Argentina-- ni siquiera fue capaz de marcar un antes y un después ahí donde hace falta: en el inconsciente colectivo. ¿O acaso alguien cree que Cromañón cambio verdaderamente algo en el devenir del rock argentino?

Tal vez estos apuntes pequen de un marxismo reducido a un par de eslóganes mal entendidos fruto del difuso paso de Tomás por la universidad, como que “el hombre produce su vida material”. Tampoco hay que descartar que nuestro amigo caiga en el error de teorizar a partir de sus prejuicios, pero que se la banque, para eso es un alter ego. Lo cierto es que el mundo va cambiando y con él también va mutando el rock, razón suficiente como para tirar un par de petardos (intelectuales, en este caso, no malinterpreten) para ver cuáles son los mitos que quedan en pie y cuáles pasarán a engrosar el capital masturbatorio del patrimonio simbólico alumbrado sin querer en el baño de la Perla del Once, allí donde entonces iba a cagar el mismísimo culo del mundo.

¿Artistas?
Si algo logró poner en duda el desarrollo del rock como expresión artística de la civilización occidental capitalista que reina --tan desigual como omnipresente-- de Usuahia a Piongyang fue, por qué no, el mote de artista. ¿Pueden ser los músicos de rock considerados artistas? ¿No todos? ¿Algunos? ¿Qué los diferencia? ¿Y qué es un artista? Tomás jura no intentar responder esta pregunta, pero…
Genios, excéntricos, idolatrados, ignorados, justicieros, mentirosos, omnipotentes, oportunistas, explotados, los artistas han cabalgado por la historia bajo el paraguas de mitos que no han conseguido otra cosa que mostrarlos tal como son: humanos. Buenos, malos, contradictorios, débiles, inseguros, valientes, ingeniosos, idiotas, cobardes, no hay hombre ni mujer sobre en este extraño planeta que no tenga algo de todo eso en el ácido desoxirribonucleico que lo compone. Obviamente no alcanza con decir que los artistas son humanos para lograr una definición ajustada –sigue jurando Tomás que no intentará responder la pregunta—pero, parece mentira, la condición de humanidad no parece entrar en juego a la hora de referirse a ellos.
Hay, al menos en la Argentina, una tradición teórica “de vereda” –ni siquiera es “de café”— basada en una absurda separación pseudoanalítica de la vida (en su expresión más totalizadora) pública y privada de los artistas. Esto va más allá de los mitos pacientemente tejidos por décadas desde las viejas revistas del corazón hasta la “empty-vi”. Esta corriente de (no) pensamiento, tan ingenua como facciosa, se ha dedicado a pretender desglosar la producción de sentido de quien lo producía. A esta altura se cae de maduro el ejemplo máximo: el genial “pero reaccionario” Jorge Luis Borges. Cuántos admiradores de su literatura se han empeñado en escindir al hombre detrás de esas letras en “el maravilloso Borges escritor” y el “facho Borges persona”. ¿Tan perfectos deben ser los artistas, como para no permitirles pensar diferente? Típica mutilación occidental-cristiana, que así como divide el cuerpo humano en especialidades médicas más o menos rentables, pretende separar “lo bueno de lo malo” que reside en todos los seres. Es por lo menos injusto, señora, ¿o acaso usted se arranca de cuajo la nariz cuando cuando se tira un pedo?
Es más honesto aborrecer una obra genial que negar la humanidad que la produjo. Bueno sería saber que los artistas, sea lo que sean, son personas tan contradictorias como las que los ponen en el pedestal.

El artista del balón
Esta forma de “mirar para arriba” tiene un ejemplo mucho más rico que a esta altura también se cae de maduro: el Diego. Más allá de que Tomás insista en no responder a la pregunta “¿qué es un artista?”, está en condiciones de afirmar que Maradona sí lo es, aunque expresa su cosmovisión desde un terreno que sólo la chatura impide concebir como arte. Porque si hay algo que puede diferenciar al Diego de Britney Spears es que mientras ambos son estrellas, Maradona además es un artista, ¿está claro?
Quién no escuchó alguna vez de boca de una tía vieja –o incluso de un primo joven-- la frase “Maradona será un genio jugando al fútbol, pero como persona es un negro de mierrrrrda”. Muchos de quienes piensan de esa manera no han hecho otra cosa, cada vez que el Diego les daba la posibilidad de gritar un gol, que apropiarse de la “utilidad” de Maradona y –esto no es una metáfora—abandonar al hombre que siempre hubo detrás de su fantasía.
Eso, apropiarse de lo ajeno que nos satisface, en mi barrio se llama robar. Y cuántos ladrones se pasean orondos negándose tontamente a sí mismos que un “negro de mierda” los hizo tantas veces felices. Que cada uno haga su cuenta...
Pero esa forma utilitaria y mendaz de mirar a los ídolos o a los artistas tuvo una contrapartida que también puede traer a colación el Diez (o “Dios”, como desfachatadamente lo denominara Canal 13 cuando lo contrató para un patético programa de televisión que sólo Maradona podía sacar adelante). Es más de lo mismo, aunque parezca todo lo contrario: frases como “No me toqué’ al Diego”, “al Diego le perdono todo porque e’ un genio” o “lo meten preso a Maradona, el turco Menen también la toma” tampoco enfocan en la persona que a duras penas logra mantenerse en ese pedestal tan apetecible como insostenible. ¿O acaso quienes le perdonan las debilidades al Diego son tan justos como para perdonar las debilidades del anónimo y patadura vecino de enfrente?

Como sea, todavía persisten en la relación de esta sociedad con sus referentes (ídolos, artistas, estrellas, lo que sea) concepciones utilitarias consistentes en negar, tanto desde la adulación como a través de la denostación, a la simple y mundana persona que es tan capaz de hacer emocionar como de hacerse aborrecer. Ojo, pasa en las mejores familias; es muy cómodo –y esto no es metáfora-- heredar las virtudes y los bienes de papá y hacerse el boludo con los defectos que vienen en el mismo paquete. Pero no está mal ir madurando en algún momento y dejar de mirar sólo lo que conviene.

Esto es todo lo que --por ahora-- Tomás Dell’Pico, una entelequia tan idolatrada como negada por el idiota que está detrás de sus palabras, tiene para decir sobre Charly García. Ah, y otra cosa más: viejo, con todo respeto y admiración, está mal pegarle a un tipo** que está laburando a menos que tanto vos como él sean boxeadores. Un artista, ídolo o genio que hace eso, en mi barrio, no es una buena persona. De todas maneras, al margen, yo rezo por vos.


* Publicado en el periodico el eslabon en noviembre de 2006
** La nota se refiere al tan patético como recordado incidente protagonizado por Charly García en un show (¿?) realizado en Córdoba, cuando le pegó a un asistente y el flaco se la devolvió. Busquen el el gugel las crónicas al respecto, la mayoría es bastante pedorra pero tienen data

12. Pura espuma*

Un Quilmes Rock sin alcohol es la paradoja más grande que el mundo del rock dejó pasar como si fuera algo normal en función de las nuevas reglas que se van imponiendo en la vida cotidiana. O, mejor dicho, que nos vamos imponiendo. Si bien el uso de la primera persona es algo que Tomás D’ell Pico aborrece por carecer de ella, no puede dejar de sentirse parte de un colectivo en el que se comparten culpas y castigos todo el tiempo, resabio --o quizás evolución-- de una antigua forma de saber-poder occidental cristiano basado en el pecado como estigma a llevar en ese crecimiento que desemboca tan ambiguamente en la muerte. O sea, chabón, ¡no se pudo vender cerveza en el Quilmes Rock!** ¿O será que acaso la cerveza no necesita alcohol para ser vendida en estos tiempos? Cuántas paradojas asoman desde el entramado sinestésico que conforma la matriz cultural de los tiempos audiovisuales…

Que en la Argentina se haya realizado un festival de rock auspiciado por la cerveza nacional en el cual no se haya podido vender alcohol es un síntoma, signo o como le quieran llamar, de la incipiente pero continua derechización que viene tomando esta sociedad que, aunque el presidente K insista en mirar para otro lado, continúa con el proceso de pauperización al cual la alianza Menem-De la Rúa le colocó el moño en la última década. Y lo poderoso de esta crisis de representatividad que vive la política argentina, tan frágil a la hora de permitir el ingreso de discursos represores y represivos que en algún momento parecían haber quedado en el olvido.
¿Qué mierda pasa con el rock? ¿Se trata ahora de una actividad riesgosa que debe desarrollarse sobre la base de específicas normas de seguridad? ¿Ya no se trata de un acontecimiento artístico en el cual una parte de la sociedad puede disfrutar en libertad?
Algo, sin dudas, debe haber pasado para que hordas de jóvenes vayan tan conformes a disfrutar a pesar de las restricciones. Tal vez sea consecuencia de algún aspecto mágico de la música que puede estimular lo suficiente como para compensar la falta de estimulantes, lo cual podría atentar contra el mito “sexo-droga-rockanrol” que tan buenos dividendos ha sabido implicar para los negocios montados en torno a la música. O es probable que las sucesivas y experimentales “leyes secas” que se fueron ordenando en distintas ciudades desde hace algunos años hayan empezado a surtir algún efecto acorde con las nuevas leyes libres de humo. Pero nadie puede achacarle a la cerveza no haber evolucionado en marketing, incluso superando a las gaseosas, como para que las nuevas generaciones se banquen no tomarse una Quilmes mientras disfrutan un show de rock.

Entonces, ¿qué carajo pasa con el rock?
Sería facilista, más allá de sus trágicas características de mojón en la historia, circunscribir este proceso a Cromagnon y sus secuelas sin abrir el foco al contexto previo que, de varias maneras, originó ese golpe tan bajo a la cultura rock argentina. Se podría acordar que la violencia en el rock es, aunque sea en su aspecto musical, parte de su esencia expresiva, pero los ribetes que fue tomando paulatinamente a partir de los 90 no tienen su origen en el rock. Incluso el rock ha podido dejar atrás varios de sus aspectos sectarios en función de una creciente mezcla de géneros que los músicos fueron ofreciendo con los años, como intentos no sólo de ampliar los alcances del mercado sino también de derribar fronteras mediante el arte. ¿Ejemplo? La cumbia riffera de Bersuit “Yo tomo”. Y hay varios ejemplos de la mano de la Mona Jiménez.
Sin embargo, el rock no pudo escapar a la violencia que, al margen de los intentos de acercamiento de los músicos, se generaron en la sociedad. Una sociedad que ya tomó como norma la posibilidad de matarse en una cancha, donde el Estado ya no sabe qué prohibir y donde cada nueva “medida” no genera otra cosa que más quilombo. Y una sociedad, asimismo, donde se emplea la palabra “inseguridad” tanto que ya parece tan “natural” como la “desigualdad”, al punto que ésta ya no parece entrar en los cálculos.
La monopolización del negocio rockero poscromañón impulsada en connivencia con el poder político porteño está generando su propio reflejo de las brechas socioeconómicas que ya estaban creadas en la sociedad y ya se presta a dejar bien marcado su tinte de “naturalidad” en el discurso dominante. Ese discurso dominante es el que, en nombre de las “normas de seguridad”, está cerrando y boicoteando los espacios que naturalmente (acá sin comillas) el rock generaba como vehículo de expresión. En esos espacios ya no pueden insertarse los músicos que no tienen carrera ni poder económico para desarrollarse al margen del monopolio discográfico, aunque sea en el escueto escenario de pub subterráneo. Y ese cercenamiento, como toda acción excluyente, genera germinalmente violencia.
Por el contrario, las secuelas poscromañón –a esta altura una muletilla que permite que unos pocos estén haciendo mucha plata— promueven recitales como el reciente “Quilmes Rock” de Rosario, en el que la cerveza que se ofrecía era una foto. Increíblemente el todavía rebelde público rockero se vuelca en masa a comprar una foto. Y como para que la foto sea más apetecible, lo rodean de policías que están “para que todo salga bien”. Sí, algo tuvo que haber pasado con el rock.
La omisión suele ser una forma de colaboración, y en el juego de fuerzas que maneja los hilos de esta sociedad, el rock se impulsó como negocio. Un negocio al que no le importa la sed del consumidor sino que le importa que compre una bebida, más allá de que le hace creer que le importa su sed. ¿Más claro? La demagogia que enmascara los rituales y los trapos que las grandes bandas de los últimos diez años se dejaron montar para ser supuestamente venerados. ¿Qué diferencia hay entre un rockstar argentino y un vendedor de Amway, cuando el primero se asocia al segundo para hacer un recital en un legendario estadio que ahora lleva el nombre de gaseosa? ¿Nadie le pide a la Pepsi que no le cague tan feo el nombre al mítico Obras donde tocó Bob Dylan?***

Sin embargo, mientras está tan claro que es imposible mirar para otro lado sin hacerse reverendamente el otario, el planeta rock parece adherir a esta coyuntura en la que, bajo el pretexto de erradicar la violencia, se genera una exclusión que concentra los medios de producción en pocas manos, tal el rumbo que la sociedad argentina fue tomando en su macroeconomía. Al parecer, el menemismo, que hasta el momento no había alcanzado al rock salvo en la proliferación de la merca y el cholulismo, está desembarcando definitivamente en el rock que tanto solía oponérsele desde sus cánticos.
¿Acaso no estaba tan claro que la exclusión es la que genera la violencia? Parece que no. En los últimos años la violencia en la Argentina ha crecido a la par de un proceso de exclusión que no parece importarle a cada vez más sectores de la sociedad, tan preocupados por la “inseguridad”. Esos sectores suelen enfocar en la falta de represión el problema de la violencia y la derecha, que de alguna manera siempre maneja los hilos en este país, les ofrece el mote de “inseguridad”. Es probable que alguien todavía piense que la violencia es más fácil de combatir que la exclusión que la genera, lo cierto es que paulatinamente esta sociedad está comprando ese discurso que, al negar la exclusión, la está legitimando, mientras ofrece, en total consonancia con las actuales leyes de mercado, un nuevo producto llamado “seguridad”: vigilancia privada, countries amurallados antimenchos, cursos de defensa personal y policías que se duermen mientras supuestamente cuidan una cuadra. Por no hablar de los amables patovicas que, en nombre de la inefable “seguridad”, ejercen en una forma bastante pura la exclusión sobre la base del más antiguo principio discriminatorio: la portación de rostro.
Y la actual comercialización del rock se está montando sobre una estructura en la que el sector político actúa en connivencia con algunas empresas poderosas y legitima a través del poderoso discurso de la ley que a esta sociedad le gusta cada vez más –sobre todo, cuando se aplica a los “otros”-- una forma de desarrollo excluyente para muchos músicos que solían representar a un importante sector de la sociedad ávido por encontrar un vínculo de libertad y expresión con la música.
Vamos a ver qué pasa, propone Tomás en ese plural que no quiere incluirlo, a ver si en algún momento el espíritu del rock que subsiste y acecha desde el anonimato de las salas de ensayo, ese donde todavía se puede elegir a la hora de entrarle a un porrón o a una gaseosa, recupera la fuerza delimitar la cancha fuera de los estadios del poder. Tampoco habría que ponerse en pedo: ya se sabe que, poetas malditos al margen, la historia la escriben los que no se maman…


* Publicado (no me acuerdo con qué título) en el periodico el eslabon en noviembre de 2006

** La nota se refiere al festival realizado en Rosario en octubre de 2006, en el hipódromo del parque Independencia.


*** No es que a Tomás le guste mucho más la Coca ( que es cierto, pero siempre y cuando venga en botella de vidrio) pero la Pepsi tiene un gusto tan poco rockero... y no es que Tomás se la quiera dar de rockero...