17.- Live Earth: la utopía de Madonna y Catalina
Dos años después de acabar con el hambre en el mundo con Live 8, el rock encontró la fórmula para terminar con el efecto invernadero. "La música es un lenguaje internacional con el poder de movilizar. Las 24 horas de música de Live Earth en los 7 continentes movilizará a millones de personas en todo el planeta para que tomemos acciones concretas contra el calentamiento de la Tierra", dijo Kevin Wall, productor del más reciente de estos megaeventos en los que superestrellas de rock vuelven a cruzar esa línea tan delgada (y humana) entre la inocencia, la hipocresía y la pelotudez; todos condimentos de este calentamiento global en el que se cocina el mundo.
Pero mientras la depredación de los recursos naturales y la imprevisión de las políticas energéticas hacen temer a Tomás por el inminente apagado de su pentium 4, este alter ego quisiera dejar de verse como un apocalíptico de cotillón. Sabe que el optimismo es fácil: basta con engañarse un poco. Pero ante el avance de evidencias tales como un témpano que va río arriba por el Paraná –único lugar de Rosario donde todavía no hay un edificio en construcción—Tomás se pregunta si podrá.
Básicamente, la pregunta que a Tomás podría encuadrarlo al respecto es: ¿Madonna es o se hace la pelotuda? ¿Qué decir entonces de Catalina Dlugi?
Breve historia de por qué el rock puede cambiar el mundo.
La cultura rock, madre de la cultura joven moderna y posmoderna, instauró en sus comienzos algunos principios que permanecen, casi todos como mitos, en este nuevo siglo. En los 60, la coyuntura política llevaba al todavía joven rock a expresarse por una sociedad planetaria más justa. Lejos de la jipeada en la que después –no casualmente-- se convirtió, el ideal de paz era para los hijos de la guerra fría la bandera más importante para izar. Esta situación no se vivía igual en el hemisferio norte como en el sur, donde todavía se luchaba por cosas que allá estaban fuera de discusión pero acá podían costar la vida.
Eran otros tiempos para los jóvenes: la conciencia global era otra, la palabra utopía todavía se usaba. Y el rock era la banda de sonido de esa intención colectiva, a veces multitudinaria. Así se empezó a cruzar lo masivo y lo colectivo en experiencias como el Concert for Bangladesh de George Harrison a beneficio de niños hambrientos del culo del mundo. El rock era el catalizador, con una función social tan aplaudida como la música entre la denuncia y la solidaridad, entre el activismo y el asistencialismo. Ya en los 80 surgieron los festivales Live Aid fogoneados por Bob Geldof, que entonces eran masivos pero no globales; tal vez por eso no tan pretenciosos como los actuales.
En ese mundo en el que cabía la palabra utopía, ser joven era oponerse a los conservadores, sea papá o the president. El rock todavía era joven y, casi por carácter transitivo, era rebelde. Pero como el de todo niño occidental del siglo XX, su destino era aburguesarse o morir.
Breve historia de por qué el rock no puede cambiar el mundo.
Pero mientras el rock avanzaba por todo el mundo retroalimentado en su dicotómica maquinaria de arte/espectáculo, la conciencia colectiva. Comprometidos con el star system que fomenta la rebeldía de la boca para afuera, los referentes más conocidos del rock se asociaron a su mercantilización. Del otro lado del escenario, los espectadores que comulgaban en causas comunes devinieron en atomizados consumidores, tan agrupados como segmentados en tribus.
Tomás suele encuadrarse detrás del concepto modernoso de que las utopías sólo se conciben como construcciones colectivas. Toda otra idea superadora de determinado statu quo que no sea compartida por al menos un grupejo no es más que una paja, actividad que aún en grupo, no deja de ser individual. ¿Alguien encuentra, hoy por hoy, en el mainstream del rock alguna idea o sentimiento que pueda sostenerse como materia prima para la utopía? ¿Está en los arrebatos histéricos de Bono pidiendo condonar deudas a países pobres? ¿En la guita que junta Geldof para poner huertas en Namibia?
Al margen de la ingenuidad de cada tiempo, pareciera que el rock dejó de ser la banda de sonido de una época de utopías para convertirse en materia prima para el ringtone de la semana.
El esposo de Madame Beep.
Ya se habló en el eslabón sobre estos festivales pseudobenéficos transmitidos en cadena mundial. La innovación, esta vez, es la inclusión de un político de pura cepa a la cabeza: Al Gore. Ignoto hasta para los miles de millones que vieron el otro día su holograma en Live Earth mientras esperaban la reunión de Génesis o el nuevo hit de Fergie, Gore fue vice de Bill Clinton y luego fue el candidato demócrata a la presidencia que más votos sacó en toda la historia yanki (más de 50 millones) pero igual perdió. Otros lo recuerdan por su obsesión para encontrar al “hombre oso-cerdo” en un capítulo de South Park.
Preocupado por el futuro ambiental del planeta, Al viró su carrera política hacia el verde. Con la TV e internet como soporte de su plataforma, produjo una película horrendamente titulada “La Verdad Incómoda” y después surgió Live Earth.
Pero hay un pequeño detalle que muchos críticos se encargaron de recordar y ventilar en estos días respecto de su esposa Tipper, quienes unos 20 años atrás motorizara, apoyada por su esposo entonces senador Al, una campaña de censura sobre las letras de rock que no quería que su hija escuchara. El lobby de Tipper y Al dio como resultado las obleas que en las tapas de los discos “advertían” a los padres sobre el contenido de las letras. También hubo listas negras de canciones, no faltaron pesquisas de mensajes satánicos y, lo peor: canales como la MTV empezaron a clavar “beeps” cada vez que alguien decía una grosería.
Entre los censurados y detractores de esa norma, además de Frank Zappa y Jello Biafra, estaba Madonna, una de las figuras, 20 años después, de esta nueva campaña de Gore.
Promos.
Con estos mentores, Live Earth no podía ser más que un megarrecital políticamente correcto, de esos que no sirven para otra cosa que limpiarse el culo sucio de tanto andar en jets privados. El mundo se va al tacho y las estrellas de rock salen a proponer conciencia, como si alcanzara con apagar el aire acondicionado.
Claro que eso no vendría mal, como tampoco la campaña de MTV durante la transmisión del Live Earth, el Switch Day, con documentales sobre pibes nerds y poco glamorosos, pero realmente comprometidos con el ambiente. En rigor, no se trata de despotricar con el show, que al menos se hizo con material reciclado como Génesis, Roger Waters y los neumáticos sobre los cuales se montó el escenario de Londres. Pero más allá de la importancia de quién dice y qué se dice, viene bien analizar el cómo.
Porque Live Earth no fue más que una nueva versión de esas típicas campañas concientización que, más allá de su “eco-contenido”, en nada se diferencia del método empleado para vender celulares, zapatillas, MacDonalds y “el producto madre” de todos ellos: modo de vida. Los spots, llamados ASP (Anuncios de Servicio Público) fueron producidos por seis agencias de publicidad.
Vamos bien: al final, el destino del planeta está en una caterva de publicistas que operaría sobre la base de este precepto: “Ok guys, you know, apuntemos a la franja de 13 a 28, con spots ágiles y divertidos, no vaya a ser que los pibes se aburran, cambien de canal y el mundo se vaya a la mierda. Es hora de hacer algo”.
Bueno, en la Argentina ni siquiera pasó eso: para los medios nacionales –salvo Página/12, que enfocó en los antecedentes de Al y Tipper Gore— lo más importante fue la aparición de Cerati con Shakira. Y el spot de TN se zarpó: “Los científicos descubrieron que el calentamiento global se puede solucionar… con música”. Alumnos dilectos de Catalina, cholula mayor del espectáculo global.
Utopía verde.
En su arrebato de optimismo, Tomás se niega a pensar que el mundo está superpoblado de pelotudos, más allá de que parezca tan obvio. Es que, a su vez, Tomás se resiste a creer en obviedades cuando todo se ve tan turbio. También cree que, al margen de las “virgonchantes” protectoras de animales, el ambientalismo es un terreno donde encontrar las utopías que parecen estar haciendo falta hoy. Está claro que aquellos que se cagan en la preservación del ambiente son justamente los mismos que se cagan en los más pobres, en los más débiles, en la igualdad.
Pero tampoco se trata de comer vidrio, aunque sea concientemente separado del resto de los residuos. El mundo no puede cambiar sobre la base de una campaña publicitaria. A menos que se pretenda un cambio que deje todo como está.
*Publicado en el eslabon de julio 2007
Pero mientras la depredación de los recursos naturales y la imprevisión de las políticas energéticas hacen temer a Tomás por el inminente apagado de su pentium 4, este alter ego quisiera dejar de verse como un apocalíptico de cotillón. Sabe que el optimismo es fácil: basta con engañarse un poco. Pero ante el avance de evidencias tales como un témpano que va río arriba por el Paraná –único lugar de Rosario donde todavía no hay un edificio en construcción—Tomás se pregunta si podrá.
Básicamente, la pregunta que a Tomás podría encuadrarlo al respecto es: ¿Madonna es o se hace la pelotuda? ¿Qué decir entonces de Catalina Dlugi?
Breve historia de por qué el rock puede cambiar el mundo.
La cultura rock, madre de la cultura joven moderna y posmoderna, instauró en sus comienzos algunos principios que permanecen, casi todos como mitos, en este nuevo siglo. En los 60, la coyuntura política llevaba al todavía joven rock a expresarse por una sociedad planetaria más justa. Lejos de la jipeada en la que después –no casualmente-- se convirtió, el ideal de paz era para los hijos de la guerra fría la bandera más importante para izar. Esta situación no se vivía igual en el hemisferio norte como en el sur, donde todavía se luchaba por cosas que allá estaban fuera de discusión pero acá podían costar la vida.
Eran otros tiempos para los jóvenes: la conciencia global era otra, la palabra utopía todavía se usaba. Y el rock era la banda de sonido de esa intención colectiva, a veces multitudinaria. Así se empezó a cruzar lo masivo y lo colectivo en experiencias como el Concert for Bangladesh de George Harrison a beneficio de niños hambrientos del culo del mundo. El rock era el catalizador, con una función social tan aplaudida como la música entre la denuncia y la solidaridad, entre el activismo y el asistencialismo. Ya en los 80 surgieron los festivales Live Aid fogoneados por Bob Geldof, que entonces eran masivos pero no globales; tal vez por eso no tan pretenciosos como los actuales.
En ese mundo en el que cabía la palabra utopía, ser joven era oponerse a los conservadores, sea papá o the president. El rock todavía era joven y, casi por carácter transitivo, era rebelde. Pero como el de todo niño occidental del siglo XX, su destino era aburguesarse o morir.
Breve historia de por qué el rock no puede cambiar el mundo.
Pero mientras el rock avanzaba por todo el mundo retroalimentado en su dicotómica maquinaria de arte/espectáculo, la conciencia colectiva. Comprometidos con el star system que fomenta la rebeldía de la boca para afuera, los referentes más conocidos del rock se asociaron a su mercantilización. Del otro lado del escenario, los espectadores que comulgaban en causas comunes devinieron en atomizados consumidores, tan agrupados como segmentados en tribus.
Tomás suele encuadrarse detrás del concepto modernoso de que las utopías sólo se conciben como construcciones colectivas. Toda otra idea superadora de determinado statu quo que no sea compartida por al menos un grupejo no es más que una paja, actividad que aún en grupo, no deja de ser individual. ¿Alguien encuentra, hoy por hoy, en el mainstream del rock alguna idea o sentimiento que pueda sostenerse como materia prima para la utopía? ¿Está en los arrebatos histéricos de Bono pidiendo condonar deudas a países pobres? ¿En la guita que junta Geldof para poner huertas en Namibia?
Al margen de la ingenuidad de cada tiempo, pareciera que el rock dejó de ser la banda de sonido de una época de utopías para convertirse en materia prima para el ringtone de la semana.
El esposo de Madame Beep.
Ya se habló en el eslabón sobre estos festivales pseudobenéficos transmitidos en cadena mundial. La innovación, esta vez, es la inclusión de un político de pura cepa a la cabeza: Al Gore. Ignoto hasta para los miles de millones que vieron el otro día su holograma en Live Earth mientras esperaban la reunión de Génesis o el nuevo hit de Fergie, Gore fue vice de Bill Clinton y luego fue el candidato demócrata a la presidencia que más votos sacó en toda la historia yanki (más de 50 millones) pero igual perdió. Otros lo recuerdan por su obsesión para encontrar al “hombre oso-cerdo” en un capítulo de South Park.
Preocupado por el futuro ambiental del planeta, Al viró su carrera política hacia el verde. Con la TV e internet como soporte de su plataforma, produjo una película horrendamente titulada “La Verdad Incómoda” y después surgió Live Earth.
Pero hay un pequeño detalle que muchos críticos se encargaron de recordar y ventilar en estos días respecto de su esposa Tipper, quienes unos 20 años atrás motorizara, apoyada por su esposo entonces senador Al, una campaña de censura sobre las letras de rock que no quería que su hija escuchara. El lobby de Tipper y Al dio como resultado las obleas que en las tapas de los discos “advertían” a los padres sobre el contenido de las letras. También hubo listas negras de canciones, no faltaron pesquisas de mensajes satánicos y, lo peor: canales como la MTV empezaron a clavar “beeps” cada vez que alguien decía una grosería.
Entre los censurados y detractores de esa norma, además de Frank Zappa y Jello Biafra, estaba Madonna, una de las figuras, 20 años después, de esta nueva campaña de Gore.
Promos.
Con estos mentores, Live Earth no podía ser más que un megarrecital políticamente correcto, de esos que no sirven para otra cosa que limpiarse el culo sucio de tanto andar en jets privados. El mundo se va al tacho y las estrellas de rock salen a proponer conciencia, como si alcanzara con apagar el aire acondicionado.
Claro que eso no vendría mal, como tampoco la campaña de MTV durante la transmisión del Live Earth, el Switch Day, con documentales sobre pibes nerds y poco glamorosos, pero realmente comprometidos con el ambiente. En rigor, no se trata de despotricar con el show, que al menos se hizo con material reciclado como Génesis, Roger Waters y los neumáticos sobre los cuales se montó el escenario de Londres. Pero más allá de la importancia de quién dice y qué se dice, viene bien analizar el cómo.
Porque Live Earth no fue más que una nueva versión de esas típicas campañas concientización que, más allá de su “eco-contenido”, en nada se diferencia del método empleado para vender celulares, zapatillas, MacDonalds y “el producto madre” de todos ellos: modo de vida. Los spots, llamados ASP (Anuncios de Servicio Público) fueron producidos por seis agencias de publicidad.
Vamos bien: al final, el destino del planeta está en una caterva de publicistas que operaría sobre la base de este precepto: “Ok guys, you know, apuntemos a la franja de 13 a 28, con spots ágiles y divertidos, no vaya a ser que los pibes se aburran, cambien de canal y el mundo se vaya a la mierda. Es hora de hacer algo”.
Bueno, en la Argentina ni siquiera pasó eso: para los medios nacionales –salvo Página/12, que enfocó en los antecedentes de Al y Tipper Gore— lo más importante fue la aparición de Cerati con Shakira. Y el spot de TN se zarpó: “Los científicos descubrieron que el calentamiento global se puede solucionar… con música”. Alumnos dilectos de Catalina, cholula mayor del espectáculo global.
Utopía verde.
En su arrebato de optimismo, Tomás se niega a pensar que el mundo está superpoblado de pelotudos, más allá de que parezca tan obvio. Es que, a su vez, Tomás se resiste a creer en obviedades cuando todo se ve tan turbio. También cree que, al margen de las “virgonchantes” protectoras de animales, el ambientalismo es un terreno donde encontrar las utopías que parecen estar haciendo falta hoy. Está claro que aquellos que se cagan en la preservación del ambiente son justamente los mismos que se cagan en los más pobres, en los más débiles, en la igualdad.
Pero tampoco se trata de comer vidrio, aunque sea concientemente separado del resto de los residuos. El mundo no puede cambiar sobre la base de una campaña publicitaria. A menos que se pretenda un cambio que deje todo como está.
*Publicado en el eslabon de julio 2007